RSS
Facebook

martes, 21 de diciembre de 2010

La hidra de Viceka (2)

2.
La encontré a la salida del pueblo. Estaba acuclillada dentro de un riachuelo, entre las piedras. Se había quitado la túnica y se estaba aplicando plastas de barro sobre las heridas. No se giró cuando me senté a su lado, sobre una gran piedra en la orilla. Me deshice de la espada que cayó al suelo y el sonido del metal golpeando la piedra la hizo detenerse durante unos segundos antes de volver a formar con sus manos bolas de barro espeso que se aplicaba sobre su cuerpo sembrado de cardenales y bultos purulentos.
Tras unos minutos de hacendosa aplicación del barro sobre su piel, se detuvo, suspiró, se acercó y se sentó frente a mí. Mi hermana tenía la cara amoratada, la nariz hinchada y los labios tumefactos. Se llevó a la boca dos dedos pringosos de barro y se arrancó dos dientes sanguinolentos que despreció tirándolos al río.
—Cienes un zroblema con el vino, hezmanito —ceceó mientras escupía a un lado un gargajo sanguinolento que reunía varias tonalidades de rojo carmesí. Cerca se escuchó el croar de una rana entre los murmullos del agua.
—Dime que debo hacer, Caudiona, hermana mía —dije mirándola a los ojos. Uno de ellos estaba inyectado en sangre y del otro manaba pus por el lagrimal.
—Zor loz diocec del abizmo, ¿dómde zienez la zabeza? —preguntó llevando los brazos al cielo y perdiendo su mirada en el azul de la bóveda—. Záme du ezenzia, Ifazión.
Mi esencia. Mi esperma. Caudiona se alimentaba de semen, recordé de pronto. Sus tatuajes no eran tales, sino finas hendiduras en su piel por donde absorbía las esencias de los fluidos. Todo su cuerpo estaba surcado de diminutas acequias que recogían las humedades que necesitaba. Mi hermana no era una bruja, era una hechicera capaz de darle más usos a los fluidos corporales masculinos que el resto de hembras.
Deslicé el taparrabos a un lado e hice surgir mi grueso miembro. Venas hinchadas bajo las cuales vibraba la sangre. Mi hermana tomó entre sus manos el miembro y lo restregó hasta hincharlo.
Caudiona no estaba para sutilezas. Las heridas purulentas y los huesos quebrados debían de dolerla bastante porque se llevó el miembro a la boca sin dejarme rechistar. Cuando empezó a succionar provocándome un estremecimiento de la zona inguinal, cometí el error de ponerla una mano encima del hombro para que aminorase. Sus pocos dientes apretaron alrededor del tallo y sentí como su incisivo derecho, el único que le quedaba, se hundía amenazador en la carne.
El mensaje quedó claro. Apresó con una mano uno de mis testículos para estimularlo y abreviar el incómodo ordeño. Obvió delicadeza y sensualidad, se concentró en los tendones y puntos sensitivos que me provocaban escalofríos de placer.
Agarré dos grandes piedras con las manos y las apreté con todas mis fuerzas. Cerré los ojos. Los músculos se tensaron, toda mi piel sudó por el esfuerzo, los dientes me parecieron estallar en mi mandíbula. El sudor manaba de mi frente en regueros, el calor me invadía el pecho. Y mi hermana azuzaba con su lengua el extremo de mi miembro en busca del consuelo para sus dolores.
Cuando el primer chorro de esperma la salpicó el cuello, chilló alegre —en contraste con el mugido de placer que emití—, riendo y dando gracias a los dioses. Varios chorros convergieron entre sus pechos, ocultando sus heridas. Cuando de mi glande ya no parecía brotar más fluido, lamió todo el miembro y dejó que su saliva espumosa aflorara entre sus labios para lavarse la cara con ella.
Tras unos segundos de espera, mi hermana se tendió sobre al agua del riachuelo mientras yo me dejaba caer sobre el pedregal de la orilla, recuperándome del esfuerzo. Entre mis dedos solo quedaban guijarros desmenuzados.
Caudiona emergió del agua tras haberse limpiado todo el barro del cuerpo. Ya no quedaban rastros de lesiones ni heridas, sus ojos brillaban risueños y su sonrisa refulgía pura y juvenil. De su cabello chorreante parecían nacer estrellas doradas y su piel blanquecina resplandecía sin mácula. Sus pechos parecían más llenos, sus caderas más rotundas, su vientre más sinuoso, su pubis más agreste, sus muslos más firmes.
Se llevó su melena chorreante a un lado y la apretó para escurrir el agua que la empapaba. Me incorporé para contemplarla salir del riachuelo como una diosa del agua. Se sentó de nuevo frente a mí, con las piernas abiertas, apoyados los antebrazos en sus rodillas. Del espeso vello de su sexo manaba agua que salpicaba cantarina las piedras.
Nos miramos. Caudiona abrió la boca para decir algo pero pareció pensarlo mejor y meneó la cabeza.
—Vamos, tenemos un trabajo qué hacer —dijo levantándose.
—¿Qué trabajo? —pregunté confuso y a la vez irritado por las lagunas de memoria que el alcohol había creado en mi cabeza.
—Hermanito, hermanito —sonrió acercándose a mí— ¿No te acuerdas? Claro que no. Por supuesto que no. ¿Por qué habrías de acordarte, eh?
—Caudiona…
—El rey nos ha contratado para llevarle la sangre de hidra a su podrida hija, ese engendro descerebrado. No me extrañaría que ya esté muerta. Muerta y enterrada. Sería mejor así. A cambio nos ha prometido su apoyo.
Caudiona maldijo al rey y su descendencia y escupió al suelo. Su saliva tiñó los guijarros de un verde fosforescente que ennegreció con rapidez. Luego sumergió su túnica en el agua y tras musitar un oscuro encantamiento que hizo enmudecer el paraje entero, la sacó limpia del agua y tras restallarla varias veces en el aire, agitándose sus carnes despendoladas, la prenda quedó seca.
—¿Tu anillo no te dice nada? —preguntó.
Mi miré las manos y descubrí un grueso anillo de plata en el dedo meñique derecho.
Prebenda, recordé. Este anillo es una prebenda.
—¿Y la nota del pueblo? —pregunté cada vez más colérico por mi memoria perdida y mi nula perspicacia— ¿Es qué no confía en nosotros?
—Somos dos desgraciados e incestuosos proscritos, Braco —rió mi hermana vistiéndose con la túnica. Luego se acuclilló frente a mí y, sin perder la sonrisa, me confesó en voz baja al oído—. Yo ya habría ordenado violarnos, torturarnos, mutilarnos y matarnos.
Caudiona se calzó las sandalias y echó a andar hacia el camino de tierra batida que serpenteaba paralelo al riachuelo en dirección contraria, hacia el bosque, tarareando una melodía.
Me puse en pie, recogí mi espada, me coloqué el taparrabos y la seguí. Al volverme hacia el lugar donde habíamos estado una pestilencia surgió con rapidez, el agua se volvió turbia en ese tramo y a la superficie corrompida afloraron peces de varios tamaños panza arriba.

0 comentarios:

Publicar un comentario

Comentar no cuesta nada salvo un pedazo de tu tiempo. Venga, coño, que es solo un minuto.