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martes, 21 de diciembre de 2010

La hidra de Viceka (5)

5.
Entramos en el campamento.
Varias tiendas levantadas indicaban los lugares donde los guardias de mayor rango, los mandos, tenían sus moradas. La gente se arremolinaba en pequeños grupos alrededor de un fuego o una mesa improvisada con barriles y tinajas. Se jugaban a los dados, se entremezclaban las conversaciones acompañadas de vino y mujeres, las cuales, iban de un soldado a otro, en busca de unas monedas que pudiesen ganar con su cuerpo. Iban marcadas, con un oscuro tatuaje en el cuello, signo de pertenencia a aquel ejército. Algunas iban desnudas, las menos agraciadas. Otras, más dotadas, escondían sus atributos con finas gasas. Las putas reían, locuaces, meneando redondeces, restregándose como gatos necesitados de caricias y desvelos.
—Pobres mujeres —dijo Caudiona.
—¿Por qué?
—El pago por sus servicios lo establecen los mandos. Ellas no se quedan con nada más que las migajas de pan y vino que sobran. Si matas a una, pagas la multa y se acabó. Enfermedades y palizas son su día a día. Son esclavas, Braco, mujeres esclavas que solo tienen su cuerpo como herramienta de trabajo. Les marcas la cara o les cortas un pecho y solo servirán para alimentar a los perros.
—¿Tú qué sabes? Ríen y se contonean.
—Son putas, se ríen y se contonean porque son putas y tienen que hacerlo.
—Parecen felices.
—A ti todo el mundo te parece feliz. A los mandos les conviene que sean felices, que los soldados estén contentos. Mañana quedará poco de esa felicidad cuando se enfrenten a la hidra. Dudo que sepan siquiera cómo es ese monstruo.
Caminamos por entre los hombres. Rostros brillantes por el sudor y la comida. Más risas producidas por la borrachera y el sexo recién realizado. Algunas mujeronas iban de aquí para allá portando docenas y docenas de conejos y gallinas. Mataban, despellejaban y destripaban los animales sobre el fuego, los ensartaban y los cocinaban sobre las hogueras. También traían rodando los barriles de vino. Se agotaban rápidamente. Los hombres vomitaban en cualquier parte, sobre cualquiera, sobre la comida, sobre sí mismos. Defecaban y orinaban donde mejor les parecía. Las peleas se liquidaban pronto, unos gritos y varias patadas de los mandos servían para separar a los enzarzados.
—Vamos a ver el alcrento —sugirió mi hermana.
—Pero de verdad es un… en serio es un… —musité mientras masticaba. Había cogido un conejo que acaban de poner a cocinar y una jarra de vino. Masticaba rápido, tragaba más deprisa.
—Lo es. Antes vi el penacho de humo a lo lejos.
Nos alejamos del bullicio. Cruzamos un lupanar improvisado. Pocas antorchas iluminaban la zona donde soldados y putas se entregaban a los placeres carnales. Algunos esperaban en grupos y otros, cansados de ver como el agujero que querían taponar con su sexo se ensuciaba con el semen ajeno, se buscaban compañeros afines. Gemidos y jadeos incontenidos se dejaban oír a nuestro paso. Los más recatados tenían tiendas preparadas. Otros, sin una moneda ya que gastar, simplemente se masturbaban viendo el espectáculo de los demás.
—A dónde vais —dijo uno de los guardias que custodiaban a las bestias.
—Queremos ver el alcrento —dijo mi hermana.
—¿Qué bicho, ese negro con las alas?
—Yo no hablaría así de él a su lado. Entiende nuestro lenguaje.
—Es otro animal, igual que éstos.
Señaló a los mamuts. Les habían rapado el pelaje para que soportasen el clima caluroso de aquella zona del país. Estaban tumbados y resoplaban aburridos. Los colmillos se enroscaban entre sí en una espiral enorme a ambos lados de la trompa. Podía medirme en altura con alguno de ellos tumbado, pero de la media docena que había, casi todos me doblarían en estatura si se irguiesen.
—El alcrento es un demonio inferior —señaló Caudiona.
Uno de los guardias miró a mi hermana fijándose, a la luz de las antorchas, en los tatuajes que recorrían toda su piel.
—Tú también pareces un demonio, mujer.
Caudiona me retuvo con la mano cuando di un paso hacia el guardia.
—Estoy encargado de los bichos. Si queréis verlos más de cerca id a ver a un mando.
No nos dejarían acercarnos al alcrento. Subí a mi hermana a mis hombros y dejé que contemplase desde las alturas al demonio. El guardia nos miró unos instantes y luego se juntó con un compañero que acababa de saciar su sed de sexo con una ramera al lado de los mamuts.
—Es precioso, Braco —dijo—. Es enorme, está agachado, mirando al suelo, pero es grande. Su piel es brillante y tiene los ojos de un rojo fuego hermoso. Parece drogado o sometido. Tiene las alas plegadas. Agita la cola de vez en cuando y bosteza aburrido. Es precioso, Braco.
—Los demonios no son preciosos, Caudiona, son demonios.
Sentía sobre mi nuca el jugo de su hendidura traspasar su ropa. Mi hermana se estaba excitando al ver aquel engendro invocado por algún loco nigromante. Aposentaba sus pechos sobre mi coronilla y yo también me estaba excitando por momentos.
—Tú no sabes, hermano. Nadie sabe.
—Es hermoso, claro que lo es —dijo una voz a nuestras espaldas.
Nos giramos y vimos a un hombre larguirucho y enclenque sonriéndonos. Bajé a mi hermana al suelo.
Tez oscura, ropajes purpúreos y amplios, dedos cubiertos de anillos y alhajas colgando de orejas y nariz. Un hedor a corrupción emanaba de aquel ser, incluso difuminado por el de los excrementos de los mamuts.
—Soy el invocador —dijo el nigromante.
—Has hecho un buen trabajo —alabó mi hermana acercándose a él y haciendo una reverencia.
—Viniendo de un colega, los cumplidos resultan gratos. El noble Alcido era renuente a contar con la ayuda de un alcrento, pero en cuanto lo vio quedó prendado de él, igual que vos.
Me alejé de ellos cuando empezaron a conversar sobre técnicas de invocación. Mi hermana jugaba con los mechones de su pelo y se arrimaba sin disimulo a su colega de profesión.
Caminé entre los grupos y elegí una hoguera donde los soldados estaban demasiado borrachos para acometer toda la carne que se estaba empezando a quemar sobre el fuego. Los primeros conejos los devoré en pocos minutos. La cocinera me miraba mientras daba cuenta de la carne, pareciendo calcular cuánta haría falta para dejarme ahíto. La hacía gestos con la mano para que trajese más y más. Y mucho vino, también. Iba tirando los huesos a la hoguera. Algunos estallaban al calor.
—Eh, tú, gigantón —oí en el grupo de juego de al lado.
Me acerqué a ellos con varios conejos humeantes en la mano. Ensarté las brochetas a mi lado, en el suelo, y luego volví a por una tinaja de vino recién abierta. Solo para mí.
—¿Juegas? —invitaron.
—No tengo dinero.
—Apuesta tu espada —sugirió un soldado de estatura más grande que los demás. Se sentó enfrente de mí. Aun así, le sacaba más de dos cabezas.
Parecía de fiar. Pelo ensortijado, barba espesa, nariz bulbosa, labios finos.
—Sin trampas —aclaré dejando mi arma en el suelo, junto a la suya, un hacha reluciente, doble hoja, afilada, mango de cuero, filigranas y joyas engastadas. No era un soldado, quizá un mando. Algún duque o consorte de la hija de un noble.
Jugamos a los dados. Las tiradas me sonrieron. Mi suerte era buena. Mi contrincante mascullaba y cambiaba de dados cada pocas tiradas, decía que estaban trucados. Apostó su armadura para igualar el hacha y la alabarda que ahora me pertenecían. Tras varias tiradas también la perdió. La música era entretenida y el aroma del vino impregnaba el aire. Las jarras iban y venían y los párpados comenzaron a pesarme. Cada nueva tirada de datos iba seguida de un murmullo quedo y luego gritos y vítores. Perdía poco y ganaba mucho.
La bebida sustituyó a los dados. Llenaron decenas de jarras de vino oscuro y tibio delante de nosotros. El corro de gente que nos miraba extasiado iba creciendo. Me palmeaban la espalda gritando eufóricos cada vez que vaciaba una nueva jarra.
—Te están engañando, idiota —oí a mi lado.
Era Caudiona. Tenía el pelo revuelto y la túnica, una distinta, más ceñida, le resbalaba por un hombro, dejando al descubierto gran parte de un pecho tatuado. Aún le brillaba la piel, absorbiendo las últimas gotas de semen. O quizá no era mi hermana, sino una puta de aires parecidos. Ya no veía bien, la vista se me nublaba y se teñía de negro.
Pero me jaleaban sin cesar, pidiendo más juego, más vino, más emoción.
—Son tres, son trillizos y se intercambian cuando bajas la vista, Braco, te están engañando.
—Puedo con los tres —farfullé mientras el vino se me escurría por la comisura de los labios—. Déjame en paz.
Mi rival se sostenía a duras penas. Vomitaba más de lo que bebía. Cuando cerré los ojos y los abrí de nuevo parecía más entero. Sí que era otro. Pero me daba igual. Nadie iba a ganarme, no. Ninguno de ellos, nadie.
Llenaron de nuevo las jarras. Yo ya no me tenía en pie. Vomité a los pies de unos cuantos y me sentí desfallecer. Me golpearon la nuca y me volví rabioso, buscando al desgraciado con la mirada. Pero mi vista estaba difusa. Buscaba con los ojos casi cerrados una jarra más, una que pesara, una que estuviese llena de vino. A lo lejos oía los vítores y los gritos, las carcajadas y las maldiciones. Me oriné encima y seguía bebiendo a la vez.
Luego vino la oscuridad. No sé si caí al suelo, entre los vómitos y el orín, o sobre las jarras de vino.
Yo qué sé. Había tragado más vino del que jamás había bebido. Creo que caí muerto, o casi.

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