RSS
Facebook

martes, 21 de diciembre de 2010

El ÚLTIMO TREN

Subirme al último tren.
En eso pensaba mientras caminaba por el andén de la estación del Norte, acarreando una maleta de viaje con unas pocas mudas y algo de ropa; no muy elegante, porque tampoco tengo tanto dinero. Y mientras iba con la maleta a cuestas iba mirando los vagones antiguos de madera y hierro que aquella locomotora vetusta había traído con una fatiga que le suponía dada la antigüedad de su desvencijado exterior.
La era del AVE y yo a punto de meterme en aquella cochambre ruidosa y chirriante. Sacudí la cabeza intentando deshacerme del impulso de correr hasta la ventanilla y anular el billete.
—¿Sube? —me preguntó un mozo de la estación.
—Eh… sí, claro —contesté algo dubitativa. Qué coño, si hasta había mozo de estación y todo.
Los escalones de entrada al vagón crujieron cuando me apoyé en ellos y un chillido de óxido carcomido pareció recorrer toda la estructura del vagón.
—¿Esto es seguro? —pregunté girándome hacia el mozo.
Pero ya no estaba.
Joder, Carolina, qué haces, ¿qué coño haces?, me pregunté cada vez más indecisa.
Pero entonces, como si alguien hubiese escuchado mis pensamientos y me diese un plazo extremadamente corto para decidirme, sonó el silbato de la estación. Era un sonido irreal, claro, un mp3 amplificado por los altavoces de la estación, en algo se iba el doble coste que había tenido que pagar por el billete.
Súbete las bragas y arrea, Carol, me dije para darme ánimos. Realmente los necesitaba.
Terminé de subir los escalones y entré en el vagón justo cuando, con un golpe seco que sacudió la estructura entera, la locomotora comenzó a moverse arrastrando los vagones detrás.
Cerré la puerta del vagón tras de mí y caminé por el estrecho pasillo. Clak, clak, sonaban mis tacones al golpear el suelo desvencijado de parque del pasillo.
Me detuve frente al compartimento 8D. Dos puertas correderas con cristales cubiertos con visillos con el logotipo de ADIF impedían ver el interior. Descorrí las puertas y entré en el compartimento. Dejé la maleta en el suelo y contemplé mis aposentos durante los próximos tres días.
Dos sillones laterales forrados de cuero granate y, sobre ellos, dos literas plegadas.
—Buenos días.
Me giré espantada hacia el origen de la voz y me encontré con un hombre sentado en una esquina en uno de los sofás.
—Espero no haberla asustado —se disculpó cortés.
—Pues lo ha hecho.
—No era mi intención, lo siento.
La estructura vibró durante unos instantes y el vagón sufrió una sacudida. Caí sobre el sofá que tenía detrás.
—¿Se ha hecho daño?
—¿Qué coño ha sido eso? —pregunté entre el miedo y la duda de si llegaría de vuelta de una pieza.
—Estos vagones antiguos no poseen prácticamente amortiguación alguna. Pero forma parte del encanto de lo antiguo.
Me cagar en lo antiguo, pensé.
—¿No es este mi compartimento? —pregunté recelosa tras mirar mi billete y constatar que había entrado en el mío. Pensaba que todo el compartimento era para mí sola.
—Seguro que lo es —contestó el hombre con una sonrisa—. Igual que el mío, ¿lo ve?
Me tendió su billete y lo contemplé incrédula. Bonifacio de la Torre. Ese era el nombre al cual estaba expedido.
No tiene cara de Bonifacio, pensé devolviéndole el billete. Más bien de Andrés o Antonio o Miguel. Pero no de Bonifacio.
—¿Y usted se llama?
—¿Mi nombre? —pregunté suspicaz ante su desfachatez.
—Ya que vamos a convivir durante tres días en el mismo compartimento no quisiera dirigirme siempre a usted como “señorita”.
—“Señorita” está bien —contesté mordaz.
El hombre sonrió mientras se encogía de hombros. El tal Bonifacio llevaba sobre sus piernas un sombre de ala corta y vestía un traje de franela gris a rayas. Se había quitado la chaqueta que colgaba de una percha junto a él y debajo llevaba un chaleco del que colgaba la cadenilla de un reloj de bolsillo. Lucía una pajarita negra bastante coqueta. Y me miraba con expresión divertida.
—¿Le gusta mi atuendo? —preguntó vanidoso.
—Es bonito, de época —confirmé.
—A juego con el vagón y nuestro viaje, claro.
Sobre la litera que tenía encima descansaba una maleta de cuero envejecido con las esquinas reforzadas con un metal igual de envejecido.
—Tiene también una maleta a juego —comenté divertida.
—Es natural, no iba a traer mi Samsonite.
—La verdad es que la discordante parezco ser yo, con mis vaqueros y mis camisetas —dije sonriendo.
—No diga eso, señorita, me va a hacer enrojecer.
Aquel tipo era de veras gracioso. Y ocurrente.
—Carolina —dije.
Bonifacio sonrió aún más y me tendió la mano.
—Bonifacio de la Torre, Bon para los amigos. Encantado de conocerla, señorita Carolina.
Estreché su mano y, al contacto con sus dedos, un escalofrío me sacudió entera. Me recorrió el brazo y me hizo tomar conciencia del roce sobre mis pezones de las dos camisetas que llevaba encima. Y de la incómoda estrechez de las perneras de mis pantalones sobre mis piernas. Bonifacio retuvo nuestras manos juntas un tiempo más largo de lo habitual. Y fue él el que deshizo el hechizo, soltando mi mano que quedó huérfana en el aire.
—¿Por qué ha tomado este tren, Bon? —pregunté apropiándome de su amistad con rapidez.
—Placer —contestó con voz burlona.
Su respuesta era casi tan atrevida como insinuante.
Sonreí estúpidamente acomodándome en el asiento y cruzando los brazos y las piernas. Aquel hombre me estaba desbaratando cualquier pizca de autocontrol que tuviese.
Si es que alguna vez la tuve.
Mis padres murieron jóvenes, en un accidente de tráfico teñido de alcohol e inconsciencia, y fueron mis abuelos quienes, reconozco que con bastante manga ancha, habían criado, lo mejor que pudieron, a la mujer insegura y suspicaz que ahora soy. Hacía dos años que ellos me habían dejado y, con un trabajo encontrado por azar y una fuerte dosis de descontrol, sobrevivía casi al día sin haberme encontrado aún a mí misma.
Pensé que estos tres días me darían tiempo para pensar, para encauzar mis derroteros existenciales en alguna dirección. Y si no era así, por lo menos disfrutar con el viaje.
—¿Y usted, señorita Carolina?
—Carol, por favor —supliqué. “Señorita Carolina” me retraía años atrás como si una maestra estirada agitase la regla en el aire mirando con desagrado mis deberes por hacer. Parecía como si aquel tipo lo hiciese aposta, como si supiese de mi indefensión ante la vida.
—Carol —repitió conforme.
—Escapar, supongo —contesté con vaguedad—. Descansar unos días del trabajo y no hacer nada.
Bon asintió sonriente, apreciando mi respuesta. Supe por su mirada que había entendido mi imprecisión en toda su amplitud.
Me revolví en el asiento y descrucé las piernas para volverlas a cruzar nerviosa. Bon me miraba fijamente y sonreía. Y sonreía, y seguía sonriendo. Su sonrisa me estaba crispando más allá de lo que habitualmente podía soportar.
—Oye, mira —le dije con franqueza—. No sé de qué vas con esa sonrisa tuya cómo si todo fuese gracioso para ti. Pero no me gusta. Me gusta la gente seria. Y tú pareces provocarme con esa sonrisita.
Bonifacio no cambió el gesto ni se mostró sorprendido.
—La pido disculpas si la he molestado —dijo—. Pero es que yo soy así.
—Así no me gustas —dije apropiándome del compartimento entero y, ya puestos, de su forma de ser.
—Tendrá que resignarse, Carol.
—Y una mierda —contesté cogiendo mi maleta y abriendo la puerta del compartimento.
Bon me miró con su eterna sonrisa mientras cerraba la puerta, pero antes, le dediqué una cariñosa despedida.
—Que te den, payaso.
Al cabo de media hora volví a entrar en el compartimento.
Bon apartó el libro que tenía frente a él y me miró por encima de sus anteojos. Joder, ni siquiera llevaba gafas normales y corrientes, sino unos cristales circulares engarzados en una escueta montura de metal negro.
—No hay… más plazas libres —dije con voz entrecortada. Luego, tras dejar la maleta sobre una esquina del sofá, me planté frente a él y le advertí.
—No quiero más sonrisas ni más miraditas suyas de esas, ¿estamos?
—Bájese en la próxima estación, si lo desea —contestó sin variar su posición.
Contuve la respiración unos instantes hasta que resoplé abatida.
—Haga lo que le dé la puta gana —repliqué mientras me tumbaba sobre mi sofá—. Ya verá lo bien que se lo pasa en la vida real.
Bon respondió. No esperaba que respondiese y menos que se encarase conmigo.
—Pienso que es usted la que vive amargada y asumiendo que la vida tiene que ser gris, tanto para usted como para los demás. Y eso es muy triste.
Me incorporé atacada allí donde más me dolía. Pero no por ello me reprimí.
—Tú no eres quién para juzgarme ni saber de mí, no me vengas con ese rollo, joder.
—Quien se pica ajos come —contestó sonriendo.
El comentario, de tan pueril como certero, me hizo enfadar de veras.
—Menudo payaso tengo aquí metido —replique cruzándome de brazos y piernas, desviando la mirada hacia la ventanilla. El paisaje estaba compuesto de borrones que iban tomando forma a medida que enfocaba hacia el horizonte.
Tras unos minutos le miré de reojo. Se había vuelto a enfrascar en la lectura del libro. Un libro antiguo, como no, de hojas amarillentas y tapas desconchadas, estampadas con un motivo abstracto de hojas verdes y moradas.
Así es como debían ser los libros, pensé. Sin una portada que captase la atención visual y que obligase a abrirlo para poder degustarlo sin un prejuicio previo.
El símil con aquel tipo era demasiado evidente para no darme cuenta. Solo interpretaba un papel, el de caballero de los de antes, a juego con el compartimento, con el vagón, con el tren entero. Al instante me arrepentí de mis palabras anteriores.
—¿Qué lee? —pregunté con tono reconciliador.
—“La insoportable levedad del ser”.
—Milan Kundera —contesté sin dudarlo.
Bon sonrió y siguió con la lectura.
—Escuche —pedí con voz ronca tras unos segundos. Tragué saliva y me aclaré la voz—. Creo que le debo una disculpa. Le he atacado sin motivo alguno y la verdad… la verdad es que me siento un poco mal por ello.
Bon me miró por encima de sus anteojos y tras recorrer visualmente toda mi anatomía, deteniéndose ligeramente en mis pechos, con aquella mirada suya tan electrizante, afirmó con la cabeza.
—Acepto sus disculpas —dijo sonriente.
—¿Por qué me ha mirado las tetas? —pregunté divertida.
—¿Sus tetas? —preguntó sorprendido, difuminando por primera vez su perenne sonrisa. Aunque luego la recuperó sin parecer haberla perdido nunca.
Me fijé, creo que por primera vez, su rostro. No era demasiado agraciado, admitámoslo, pero aquel bigotito fino y esa nariz aguileña le conferían un halo de deliciosa irrealidad. Bon no era guapo, claro que no, pero su sonrisa era franca, desarmaba hasta a la persona más borde que, en este compartimento, era yo.
—¿Le gustan mis tetas? —pregunté con mirada picante.
—¿Vamos a hablar de sus tetas?
—No, claro que no —respondí cambiando de sofá y arrimándome a él.
Bon entrecerró los ojos y miró fugazmente hacia el pestillo de las puertas corredizas del compartimento.
—Qué pajarita más mona llevas —susurré melosa mientras se la acariciaba con la uña del índice.
Dejó el libro sobre sus piernas y se estiró para colocar el pestillo de las puertas correderas.
Mis dedos corretearon por el cuello de su camisa hasta posarse sobre la piel de su garganta. Tragó saliva. Bajé la vista y contemplé divertida el bulto que se iba hinchando entre sus pantalones de pitillo.
Bon siguió mi mirada y se desabrochó el botón superior y se bajó la cremallera para liberar su opresión. Unos calzoncillos de algodón blanco asomaron por la abertura y su miembro estirado se dibujó con extrema precisión.
Era un ejemplar magnífico, grueso, estriado. Me relamí los labios imaginándome su color y textura.
Hay quien piensa que todas las pollas son iguales. No señor mío, no señor, cada una es única, un invento comparable al del ojo o la oreja. Un órgano que crece y se estira para penetrar en el conducto femenino lo más posible para que el semen alcance, con no pocas dificultades, la matriz.
—No dude, Carol, sé que lo está deseando.
Sonreí avergonzada y posé con delicadeza una mano sobre aquel falo. Estaba caliente. Sentí palpitar a través del algodón la sangre burbujear y arremolinarse entre las cavidades esponjosas del pene.
—¿Permite? —pregunté señalando con la mirada su polla. Me di cuenta que, a cada segundo que pasaba, me iba abstrayendo más y más en aquel juego de rol.
—Faltaría más —asintió complacido Bon—. Sírvase usted misma, Carol.
Deslicé una mano bajo el calzoncillo e hice emerger el pene a la luz. Sí, definitivamente era hermoso. Un tono sonrosado imprimía carácter y nervio al tallo. Venas de varios grosores serpenteaban juguetonas y terminaban en aquella fina piel que protegía el glande rojizo.
—No sé si debiera... —admití algo turbada. La punta de aquella polla llamaba a mis labios pero no quería parecer tan desconsiderada ni presuntuosa de llevármelo a la boca sin pedir permiso.
Decidí dar ejemplo y me quité los pantalones vaqueros tras desembarazarme de los botines.
—Espero que no piense mal —argumenté mientras me arrodillaba en el estrecho espacio entre los sofás—. Solo lo hago para sentirme más cómoda y permitirle recrearse la vista.
—No me incomoda —admitió Bon desplegando el glande y ofreciéndomelo gustoso—. Es un buen divertimento.
Sonreí divertida con la situación y me incliné sobre aquel espléndido espécimen, saboreando con delicados lametones su piel.
Un gruñido me indicó que acometía con especial dedicación mi trabajo.
—Estoy encantada de que esté encantado —comenté entre lametones salivales. No pude dejar de sonreír ante mi ocurrencia.
—Los dos encantados —admitió Bon dejando escapar un gemido de placer.
Con una mano sujetaba la polla que hundía en mi boca. Interné la otra para abrazar los testículos laxos que aún estaban ocultos bajo los calzoncillos. Jugueteando con las bolas logré intensificar el tono y calidez de los gruñidos de Bon.
Lamentablemente las dos operaciones mantenían mis manos ocupadas con la inconveniencia que en mis necesitadas partes eso suponía. No tuve más remedio que requerir de la ayuda de Bon.
—Siento importunarle tanto —sonreí lúbrica mientras me limpiaba con el dorso de la mano los labios empapados en saliva— ¿Podría aliviarme mi raja? No se lo pediría si yo pudiese hacerlo pero... ay, señor, ¡qué apuros!
Bon torció el gesto simulando desagrado. Qué cabrón, estaba representando fielmente a un caballero de los de antes, de los que odian tocar, manipular, manosear.
Pero yo ansiaba sus restregones por mi raja. Mis manos no, las suyas. Las mías podían satisfacerme cuando quisiera, las suyas proporcionarían un tacto nuevo, exótico. Lo quería a él.
—No es lo usual, Carol, compréndame —se cruzó de brazos y se mantuvo en su posición, con las piernas abiertas, los calzoncillos arremangados, la polla bañada en saliva y, aun así, cubierto de un halo de inflexible apostura. Quizá las orejas algo inflamadas, sí, un poco de colorete en sus mejillas, admitámoslo, incluso sus anteojos se habían deslizado por el puente de la nariz debido a los vaivenes de mi mamada. Pero mantenía su porte, qué demonios.
Me deshice de las camisetas y el sujetador y las bragas quedándome desnuda para él. Ya solo conservaba los calcetines que, para mi total indefensión, se habían arremangado hasta los tobillos.
—Complázcame —gemí sentándome sobre sus piernas, solapando su polla pringosa a uno de mis muslos—. Me es muy necesario.
Y en verdad lo era. Sentía el coño arderme reclamando una atención que me estaba costando más de lo habitual.
—Olvide su desdén —añadí como último recurso, apelando a su hombría— busco al caballero que no permitiría una insatisfacción femenina, hágame el favor de aliviar a una jovencita apurada.
Descruzó los brazos con lentitud mientras nos mirábamos a los ojos. El traqueteo provocaba que mis pechos se revolviesen como gorriones inquietos y mi vientre palpitase encendido.
Su mano se posó sobre mi sexo. Abrí las piernas con rapidez. Sus dedos abrazaron mi vulva.
No iba depilada pero al menos llevaba las bragas limpias y estaban casi nuevas. En mi descargo debo advertir que cuando te encuentras de sopetón con una fantasía erótica no sueles ir emperifollada.
Sus dedos comienzan a escarbar entre la maraña de vello empapado en mis sudores. Un olor penetrante asciende de mi sexo. Me abrazo a él mientras hundo mi cara en el respaldo de piel granate del sofá. Uno de sus dedos hurga entre mis pliegues y alcanza mi agujero. Otro dedo avanza inexorable, impúdico hacia el otro agujero.
—Por el otro no —susurro con voz grave, pero luego le tiento—, hoy no.
Me muerdo el labio inferior sintiendo como mis carnes se agitan volátiles ante los meneos de sus dedos. Exhalo un suspiro, luego un gemido, más tarde un gritito cuando me penetra con el dedo medio.
—No puedo más —gimo arrodillándome sobre su regazo.
Tengo tanta necesidad de algo que me inunde el coño que haría cualquier cosa, cualquiera. Mis rodillas sudadas resbalan sobre el cuero granate del sofá. Me enchufo la punta del nabo sobre mi vulva y antes de sentarme, miro a Bon.
Tiene los cristales de los anteojos empañados y su bigotito está brillante e hinchado del sudor que acumula. Un reguero de saliva mana de una comisura del labio.
—Señorita Carol —indica con voz todo lo firme que su polla medio enterrada en mi coño puede imprimir—, le ruego que me libere de mi compromiso, si alguna vez hubo alguno. Fornicar como monos hambrientos no nos hace más humanos. Vuelva a su sitio, se lo ruego.
Compongo en la cara una expresión de niña dolida. Eso no me va a servir, pienso al ver su gesto inflexible, así que adopto el papel de niña traviesa. Asomo la punta de la lengua entre los labios y sonrío negando con la cabeza mientras dejo caer poco a poco mis caderas sobre la polla. Joder, qué gusto.
—Señorita Carol —protesta con voz teñida por la emoción—, por favor...
Niego con la cabeza, meneando las caderas alrededor del miembro, notando como la punta hurga en mis interioridades arrancándome un gusto atroz.
Unos golpes a la puerta.
—Inspección. Abran al revisor, por favor —oímos una voz tras las puertas correderas.
Nos miramos con ojos como platos.
—Hostias —susurro dándome cuenta de mi posición. Al menos Bon está vestido. Se enfunda la polla y listo. Pero yo... mierda, si ni siquiera sé dónde andan mis bragas.
—Un minuto —responde Bon con voz aflautada. Carraspea y traga saliva mientras me mira—. La señorita está echándose la siesta, ahora le abrimos.
No hay tiempo para las bragas. Me enfundo los vaqueros y me pillo un mechón rizado con la cremallera. Aprieto los dientes y siseo una maldición.
Bon abre la ventanilla para que el aire fresco disimule el aroma a sexos rezumantes. La brisa me contrae los pezones y cuando me coloco las camisetas el roce me arranca incomodidades y otra maldición.
—Disculpen —oímos a la voz acompañada de otros toques sobre las puertas.
—El libro, el libro —susurra Bon al ver a su querido amigo boca abajo sobre mi sillón, con las hojas dobladas ¿Cómo coño ha ido a parar ahí? Se lo tiendo.
Nos acomodamos cada uno en su sillón. Asentimos mirándonos para darnos el visto bueno. Mierda. Tiene una mancha enorme de mis humedades en sus pantalones. Se la tapa con el libro, bien hecho, Bon.
Quita el pestillo, las puertas se abren. Un hombre con mostacho descuidado y peluquín alborotado estira el pescuezo y resopla malhumorado. Nos mira inquisitivo, paseando su mirada por nuestros aposentos.
Me revuelvo inquieta. Los pelos del coño atrapados en la bragueta me están arrancando destellos de dolor. Bon aguanta la mirada con indiferencia.
Pasea su mirada por todos los recovecos del compartimento. Su mostacho se agita, parece husmear algo raro. Detiene su mirada en las literas. La mía no está deshecha. Se supone que estaba dormida, mierda. El revisor gruñe confuso.
Miro a Bon pidiendo ayuda. Su mirada desciende hasta sus zapatos. Vaya, tiene bastante con esconder mis bragas bajo sus zapatos de charol. Ay de mis bragas. Sonrío abatida.
Pero el hombre abandona su talante inquisidor y relaja sus facciones.
—Lo siento —indica el revisor—, pero debemos asegurarnos que no hay daños en los vagones. Nos ha costado mucho restaurarlos, ¿son de época, saben?
—Lo entendemos —contesta Bon taciturno.
Y se marcha indicándonos que dentro de una hora se abre el vagón restaurante.
Bon cierra el pestillo de nuevo.
Yo me dejo caer sobre el sofá y no me importa que, al final, los pelos pillados se desprendan como alfileres claveteados en mi coño.
Bon adopta de nuevo su sonrisa. Me incorporo y me desabrocho el pantalón y me bajo la bragueta con lentitud. Noto como la entrepierna de mi pantalón está húmeda.
Bon aparta el libro ante mi gesto y libera su polla del encierro.
—¿Dónde lo habíamos dejado? —pregunta en voz baja, sonriendo lúbrico.
Le devuelvo una sonrisa traviesa y me acerco a él.

0 comentarios:

Publicar un comentario

Comentar no cuesta nada salvo un pedazo de tu tiempo. Venga, coño, que es solo un minuto.