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martes, 21 de diciembre de 2010

CAUDIONA (1)

PRÓLOGO
La mujer saltó dolorida de la cama y cuando iba a echar a correr fuera de la alcoba, pero se detuvo y se giró unos instantes a contemplar al gigante extendido sobre la cama.
Parecía plácidamente dormido.
Estaba desnudo, igual que ella. El tamaño de la cama era desmesurado. Si se colocaba a la altura de los pies, como él, podría aposentar su cabeza entre su pecho, como había hecho durante el rato en el que se quedó dormida.
Debía marchar, no había tiempo para pensar en cuántos pájaros habían hecho falta para rellenar el colchón. O cuántas horas necesitaría para volver a sentarse sin escozores en una silla. El rey Braco tenía un miembro parejo con su estatura y el cuerpo musculoso y cubierto de blancas cicatrices había estado a punto de provocarla un desmayo. El insaciable frenesí que el monarca derrochaba en el sexo solo era comparable con el profundo sueño que luego, al terminar, le invadía. O eso suponía ella.
—¿Ya marchas? —susurró Braco.
La mujer dio un respingo.
—Mi señor… —tragó saliva y dudó que fuese capaz de aguantar otra sucesión de empellones en su sexo como los que había sufrido—. Os creía dormido. Estoy agotada, iba a…
Recordó que aquel hombre era tan enorme como astuto. Pocas tretas podrían sacarla de aquella habitación.
—No marches, vuelve a la cama.
Era el rey. No podía contradecirle. Pero sí demorar su ansia.
—Mi señor —sonrió melosa volviendo a la cama. Cogió una botella de licor y dos copas que llenó hasta el borde. Las piernas le temblaban solo de pensar que su plan no tuviese éxito—. Me preguntaba si querrías acompañar este momento con algo de licor.
El monarca se irguió y se sentó apoyando su espalda en el cabecero de la cama. Toda la estructura crujió con su peso. Entrecerró los ojos durante unos segundos, sondeando los de la mujer y luego alargó la mano para tomar la copa que le tendía.
—La noche es fría —comentó el monarca al ver el amplio ventanal que había enfrente de la cama. Los primeros copos de nieve empezaron a azotar el cristal, impulsados por una ligera brisa—. Y está comenzando a nevar.
Se bebió el contenido de la copa de un trago y la mujer se apresuró a volver a llenarla.
—Mi señor —dijo la mujer mientras sorbía un poco de aquel licor. Estaba dulzón, pero había empezado a notar sus efectos en poco tiempo. Quizá fuese la causa de la impertinencia de su petición—. A veces suspiráis cuando veis a vuestra esposa. He notado que solo sonreís en su compañía y la prodigáis halagos y carantoñas. ¿No sois acaso suficientemente feliz con ella para andar buscando cuerpos ajenos como el mío con los que aplacar vuestra libido?
El rey pareció ignorar la pregunta de la mujer. Miraba al frente, a la ventana por donde se atisbaban los copos posarse sobre el alfeizar.
—Lléname de nuevo la copa, mujer, y te contaré una historia.
El licor volvió a rebosar la copa.

1.
Mi hermana.
Solo ese pensamiento, ningún otro. Era increíble, ni lo habría podido imaginar siquiera. En boca de cualquier otro, le habría abierto en canal y desparramado sus vísceras sobre su cara.
—¿Braco, estás bien, amigo? —oí a mi lado. Aquella voz detuvo mis pensamientos.
Me giré hacia Bermilius. Tenía la jarra en el aire, mirándome sonriente.
—¿Estás bién? —repitió bebiendo un gran trago. Apuró el contenido y se incorporó con dificultad para pedir más bebida a la camarera. Su llamada terminó en un grito agudo y estridente que hizo enmudecer durante unos instantes a los parroquianos de la taberna.
—Solo pensaba —contesté cuando me dio unas palmadas en la espalda.
—En tu hermana —adivinó mi amigo.
Asentí con la cabeza y bebí varios tragos seguidos de mi licor.
—Estás de acuerdo, entonces, ¿no? —preguntó Bernilius.
—Aún no sé qué pensar —susurré mientras me limpiaba los morros ocultos con la barba con el dorso de la mano—. Caudiona no puede haberse convertido en una…
Bernilius me hizo un gesto con la mano para que callase. La camarera, una mujer rolliza y de cara sonrojada, llegó hasta nosotros y llenó nuestras jarras. Tendió la mano sobre la mesa para reclamar el importe y mi amigo sacó de una bolsa atada a su cintura una moneda reluciente que mostró entre sus dos dedos a la mujer. Cuando la mujer fue a cogerla, Bernilius esquivó sus manos y depositó la moneda entre los abultados pechos de la mujer.
Cuando la camarera marchó, Bernilius deslizó la moneda que nunca se había separado de sus dedos de nuevo en su bolsillo.
—Esta es la última ronda. No se tragará de nuevo el truco —susurró mi amigo relamiéndose los labios mientras miraba el trasero bamboleante de la camarera desaparecer entre la multitud.
Me llevé el borde de la jarra a los labios mientras sonreía. Aquel larguirucho y enclenque ladrón, otrora soldado como yo e igualmente buscado por deserción, no dejaba de impresionarme.
—No estarás pensando en recuperar esas monedas del lugar donde las dejas, ¿no? —reí dando un toque con el hombro al de Bernilius.
No calculé la fuerza del toque y, ayudado por el poco equilibrio que le restaba debido a su ebriedad, cayó al suelo derramando todo el contenido de la jarra sobre él.
Nos miramos unos instantes y rompimos a reír. Entre mis graves carcajadas y las suyas tan agudas, atrajimos de nuevo la atención de los demás clientes.
—Hora de irse —dije tendiendo la mano a mi compañero aún en el suelo.
—¿Hay trato entonces? —preguntó disolviendo su sonrisa y expresando la gravedad de su proposición.
Afirmé con la cabeza y solo entonces se ayudó de mi mano para levantarse. Salimos de la taberna con paso calmado pero ligero. Nuestras cabezas podían hacer a cualquiera de los que nos rodeaban ricos durante varias generaciones.
—Nos harán falta caballos —dije fijándome en el establo adyacente al local del que acabábamos de salir.
—Y provisiones —añadió Bernilius señalando con la cabeza a las vituallas del carro junto al almacén.
Nos anudamos las vainas de las espadas al muslo para que no tintineasen y corrimos entre las sombras hacia el comienzo de nuestra misión.

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