RSS
Facebook

martes, 21 de diciembre de 2010

La hidra de Viceka (4)

4.
Recorrimos durante días la comarca septentrional de aquella parte del país. Los días empezaban pronto y los ocasos llegaban tarde; las noches eran cortas y los descansos escuetos. Hacíamos noche en los pocos pueblos que había en nuestro camino. Algunos aldeanos, cuando pasábamos la noche en algún pesebre o cochiquera, nos miraban con recelo, sobre todo a mi hermana. Aquellos tatuajes acentuaban las curvas libidinosas de su cuerpo y excitaban los sentidos más allá de la locura. Pero hedía a hechicera, atufaba a brujería, apestaba a artes oscuras incompatibles con el trasiego habitual de sus vidas dedicadas a la labranza y los animales.
Conseguimos ropa sencilla para las noches que nos tocaba dormir al raso y algo de abrigo, una piel de oso, para taparnos cuando el viento frío soplaba por los valles. Nos acurrucábamos al lado de unos rescoldos humeantes y Caudiona siempre era capaz de excitarme, aunque no fuese ese su propósito. Su cuerpo probó el sabor de mi semen más veces de las que recuerdo. Sus finas líneas negras estampadas sobre toda su piel daban cuenta hasta la última gota de leche espesa que mi sexo prodigaba. Sus redondeces se agitaban tras comer y su piel resplandecía.
Mi hermana sonreía a menudo. Pero a veces la encontraba preocupada.
—¿Qué vas a hacer cuando el rey nos exonere? —la pregunté una noche tumbada sobre mí, cubiertos con la piel de oso, al lado de unas brasas aún enrojecidas.
—El rey jamás nos perdonará —musitó ella apoyando su cabeza sobre mi pecho. Mis piernas asomaban fuera de la piel, su cuerpo estaba encogido sobre mí. Casi era una mujer como las demás, en busca de un cuerpo caliente que disipara el relente de la noche.
—Pero aquel noble era un bastardo, merecía morir destripado. Era un ser mezquino, traicionero.
—Su perdón significaría el odio de los demás nobles. Su situación ya es bastante delicada de por sí para perdonar el asesinato de un grande.
—Nos ofrecerá apoyo, ayuda, un trabajo, unas tierras —dije mientras miraba el anillo plateado que llevaba en el meñique derecho.
—Lo mismo que te prometió cuando le pediste refugio. Los reyes no olvidan, hermano. Tampoco perdonan. No es propio de reyes, no es propio de nobles. El honor vale poco cuando se mide con la política.
Me miró con aquellos ojos opacos, negros, brillantes. Su mirada era lúgubre, triste.
—¿Por qué lo hacemos entonces? —pregunté.
Mi hermana no contestó. Desvió la mirada hacia las brasas.
—Porque quiero pensar que estoy equivocada, Braco —musitó al cabo de unos minutos.
—¿No eres ingenua si conoces los designios del futuro?
—Necesito ser ingenua. Estoy cansada de huir de la gente, del temor a las emboscadas, del miedo a las sombras que surgen sin aviso.
La oí sollozar. Estaba deprimida, sí. Mi hermana había sido raptada de pequeña y convertida en el ser oscuro y detestable que ahora era. Yo la rescaté, yo la cuidé, yo la mimé, yo la di cariño. Pero jamás volvería a ser la niña que corría tras de mí riendo alborozada en casa de nuestros padres.
En el ocaso del día siguiente, cuando al sol le faltaba poco para ocultarse y el cielo resplandecía rojizo, vimos a lo lejos las luces de antorchas, al pie de la colina. Detrás se alzaban las lomas pedregosas y, tras ellas, la laguna de Vizeka.
Caudiona se detuvo y, acuclillándose en la tierra, tomó un terrón de tierra seca que desmenuzó con sus dedos mientras musitaba un hechizo. Al cabo de unos minutos, lanzó al aire el polvo, delante de nosotros.
Las partículas quedaron suspendidas, formando un disco de motas rutilantes, donde aparecía la imagen aumentada de lo que teníamos lejano.
Eran decenas de personas, quizá una centena. Habían montado un campamento. Grandes antorchas iluminaban largos carromatos repletos de pertrechos para la batalla. Lanzas y alabardas, escudos con insignias relucientes, armaduras de metal bruñido. Los esclavos hacían guardia al lado del carromato de su amo, otros corrían portando ropa y comida. Grandes cántaros de bebida oscura se vertían sobre jarras y sobre las hogueras se asaban ingentes cantidades de carne humeante.
—Casi me parece estar saboreando el chisporroteo de la comida —dije con la boca anegada de saliva. Hacía mucho tiempo que no comía nada caliente.
—Un noble y su ejército. A la búsqueda de la gratitud de un rey —dijo con voz burlona mi hermana.
En un lugar apartado las rameras ofrecían sus cuerpos y los hombres esperaban arremolinados en numerosas filas.
Grandes bultos oscuros, apartados de las monturas, se agitaban de vez en cuando. Sus formas estaban difuminadas, no podía saberse qué bestias eran, pero eran enormes. Y una forma, más grande que las demás, de una altura de dos o tres hombres, permanecía inmóvil.
—¿Qué bestia es esa? —pregunté acercándome a la imagen sobre el polvo flotante—. Es muy grande.
—Espero que no sea un alcrento, pero es lo que parece.
—¿Un alcrento? —pregunté estupefacto. Me aproximé aún más a la imagen, pero cuanto más me acercaba, menos detalle captaba en el polvo—. Esos idiotas no pueden haber invocado a un alcrento.
—Están locos. Quieren matar a una hidra con un alcrento —dijo mi hermana con sorna—. Quizá tengan que preocuparse antes de esa bestia que de la hidra.
—Pero tienen bebida. Y tienen carne. Y tienen mujeres.
Ya nos llegaban los primeros ecos de las notas de flautas y bandurrias. Era una fiesta, una gran fiesta para la batalla que seguiría al día siguiente.
—No debemos ir, Braco —dijo mirándome sombría. La noche había empezado y el disco-imagen ya estaba demasiado borroso, sin posibilidad de obtener de él más que formas confusas.
Mi hermana tenía razón. Pero no quería escucharla porque la promesa de una buena comida acompañada de vino y cuerpos calientes de mujeres era más poderosa. Eso y la posibilidad de dormir en un lecho cómodo, alejado de guijarros y raíces. Sin insectos correteando por tus pies asomando helados del extremo de la piel de oso.
—No debemos ir —repitió Caudiona—. Somos proscritos.
—Proscritos con prebenda —añadí enseñándola el dorso de la mano donde tenía en el dedo meñique el anillo real, el salvoconducto que nos aseguraba protección y seguridad.
—Solo proscritos —corrigió ella ocultando el anillo con sus dedos—. Recuerda que fue el rey quién nos apartó de la ley; se sacudió de nosotros como una cagarruta colgando de su culo. Su anillo sirve para causar respeto entre paletos e ignorantes, pero solo mofa y sonrisas entre los nobles. Esos no dudarán en apresarnos y matarnos si se da el caso. Como ese de ahí.
—No lo entiendes, hermana, el rey nos apoya. Su anillo no deja lugar a dudas: confía en nosotros.
—Tú sí que no lo entiendes, Braco. Sigues siendo el mismo payaso que aún cree en el honor y toda la mierda que hay alrededor. El mismo que me sacó de aquel templo, el mismo que casi nos hace matar en el desfiladero, el mismo que nos vendió por un culo y unas gordas tetas en aquella emboscada. Eras igual de pequeño, con tus absurdas y vanas ideas de gloria y felicidad. Sigues siendo el mismo, Braco.
Se acercó a mí y se subió a una gran roca para estar a mi altura.
—Estoy harta de ti, de tu sentido de la decencia, de tu idiotez inmadura, de… de todo, mierda.
La miré durante unos segundos sin contestar. En la oscuridad sus ojos estaba ocultos, su ropa se agitaba ante una brisa que en la noche traería frío y humedad. No pudo reprimir una tiritona de sus brazos. Caudiona tenía frío, pero no quería participar del calor y el descanso que se prodigaban en el campamento.
—Voy a ir —contesté tozudo. Más por llevarla la contraria que por sentido común. Quizá tuviese razón, pero ya estaba harto del frío, el hambre, y las incomodidades de un lecho pedregoso. Y si ello significaba una buena pelea, tampoco me disgustaba. Repetí mi propósito: —Voy a ir.
Meneó la cabeza dando por perdida cualquier posibilidad de hacerme cambiar de idea.
Caminamos separados hacia el campamento.
Cuando estábamos cerca, Caudiona se detuvo frente a mí.
Sacó de entre los pliegues de su ropa una bellota. La había visto hacía días, cuando la recogió del suelo. La había cortado a la mitad y vaciado con la lasca de una piedra. Tarareaba una canción de cuna mientras lo hacía. Me sonreía henchida de júbilo en aquella tarea. Tenía manos ágiles, habría sido buena ama de casa. Esa noche apretó tanto mis testículos en busca de la última gota de esperma que caí rendido después del orgasmo. La pregunté qué hacía con esa bellota. “Nada”, rió y me besó con ternura.
Había pasado un cordel de tallos trenzados por un agujero hecho en el fruto.
—Guárdala bien, hermano.
—¿Qué es esto, Caudiona? —miré extrañado el colgante, sosteniéndolo en el aire con dos dedos—. No me gusta la magia, detesto la magia.
—Guárdala por tu bien y el mío, hazme caso. Por una vez en tu vida.
Viendo mi indecisión, la tomó de mi mano. “Agacha”, murmuró. Me incliné y me anudó el cordel alrededor del cuello. Le dio un beso a la bellota.
Era una bellota sucia, cubierta de barro seco.
Los vigías gritaron al avistarnos cuando estábamos casi encima de ellos. Menudos elementos. Estaban enjutos, demacrados. Hombrecillos con un peto de cuero raído y descosido a los costados, calzones sucios de orín y excrementos, con cascos abollados y oxidados.
Llegaron una docena de guardias, tintineando sus armas. La música cesó y el murmullo de la fiesta se acalló.
Los guardias tenían mejores pertrechos. Armadura de escamas, alabardas recién afiladas donde el pendón de una noble familia —la reconocí al instante— se agitaba rampante. Uno de ellos aún mascaba un pedazo de conejo que tiró detrás de él. Nos miró inquisitivo. Tuvo que alzar la cabeza para mirarme a los ojos, chocando su casco con su coraza de escamas tintineantes.
—Tú eres Braco —masculló irritado. Tenía la cara brillante, cubierta de sudor y grasa. Estaba gordo, pero metió barriga para parecer más ágil. Respiraba ruidoso. Sus labios babeaban grasa, su bigote rebosaba grasa, de su mentón goteaba grasa. Se limpió la mano en la espalda de un vigía que por poco pierde el equilibrio. Miró luego a mi hermana, algo separada de mí, y escupió al suelo. Hizo un gesto y los guardias nos rodearon. Más guardias acudieron. Formaron un cerco. Sus armas brillaban a la luz de las antorchas. Las alabardas inclinadas, las espadas a medio desenfundar, las hachas balanceándose.
—¡Es Braco y su puerca puta! —gritó el guardia a su alrededor— ¡Proscritos!
—Tenemos prebenda real —dijo mi hermana detrás de mí al verme echar mano de la espada.
—¡Calla, puta, aquí solo hablo yo! —graznó el guardia.
Más gente acudió alrededor de nosotros. Esclavos, sirvientes y putas. Todos murmurando. Como viejas cuchicheando entre sí, bisbiseando. Insultos, preguntas, risas, carcajadas.
Mi hermana cogió mi mano derecha, la que estaba a punto de sacar la espada, y mostró el anillo a los guerreros. La plata de la joya brilló en la oscuridad, reflejando la luz de las hogueras y antorchas cercanas.
El guardia grasiento —un mando con toda seguridad—, no miró el anillo, pero sí los demás soldados. Palabras de desdén, voces apagadas, arrullos de tristeza. Éramos intocables, teníamos el apoyo del rey, su consentimiento expreso para vivir.
—¿Prebenda para qué? —inquirió el guardia.
—Para matar al bicho —dije. Me hubiese gustado añadir que para matar también a todos ellos. Ya se vería.
El guardia frunció el ceño y nos miró esbozando una sonrisa, todavía suspicaz.
Otro hombre se hizo paso entre los guardias. Se apartaron temerosos, formando un pasillo. Llegó hasta el mando que nos seguía mirando desconfiado y le empujó a un lado. El mando se volvió rabioso hacia el recién llegado pero al ver el ropaje carmesí que cubría la armadura dorada que portaba el hombre, reprimió la cólera, encogiéndose.
—¿Qué mierda hacéis vosotros aquí? —preguntó con voz firme y grave el hombre mientras se anudaba la abertura del calzón por donde se intuía un miembro erecto recién sacado de una hendidura jugosa y complaciente. Seguramente el de una concubina con ínfulas de nobleza.
Tenía el largo cabello despeinado pero lucía un bigote fino y moldeado. En sus ojos brillaba el desdén de la nobleza, sus mandíbulas delicadas estaban acostumbradas a mascar carne estofada y delicias jugosas, nada de roer huesos ni sorber sopas. Dedos finos, uñas limpias, porte señorial, mirada de halcón.
Seguía siendo el mismo desgraciado.
—Venimos por encargo del rey. Su alteza nos envía para acabar con la hidra y recoger su sangre, noble Alcido —dijo mi hermana.
—No, cochina bruja. El gordo baboso os envía como cebo para el monstruo para que yo, un grande del reino, le lleve esa puta sangre. A ver ese asqueroso anillo, Braco, desertor y amante de campesinos.
La sangre me bulló en la sesera y se me encendió el ánimo de acabar con aquel fantoche. Serví en el ejército, a las órdenes de su hermano, buscando erradicar una tierra infestada de salteadores y bandidos. Luego resultó que eran campesinos. El hermano de Alcido, Ifadión, quería sus tierras para crear un coto de caza. Un maldito coto de caza, un asqueroso y puñetero coto de caza. Yo mismo destripé a Ifadión; aquel idiota era tan engreído como confiado. Alcido ocupó el lugar de su hermano mayor y heredó sus tierras, sus mujeres, su ejército. Quizá, incluso, le hice un favor; solo el primogénito heredaba el abolengo familiar. Alcido me persiguió, hostigó y, al final, acorraló. Cuando supliqué clemencia ante el rey, me prometió escucharme; atendería mis ruegos, mis quejas, mis razones. Pero no quiso alborotar a la justicia de los nobles. No se atrevió. Me apresaron y escapé gracias a compañeros que murieron torturados. Alcido, un nombre que he maldecido no pocas veces. Abrirle en canal como a su hermano Ifadión era poco. Creó el coto de caza, claro. Algunos campesinos rebeldes fueron las primeras presas.
—El anillo se queda en el dedo de mi hermano.
Alcido sonrió ante el desparpajo de mi hermana.
—Mejor. Ese anillo habrá conocido mejor tu culo que cualquier verga, ¿o me equivoco?
Acudió el silencio que precede a un grito de guerra, una orden para empalarnos con las alabardas. Se iban inclinando más y más, hasta ponerse horizontales, en busca de un simple grito. Quizá un gesto de la mano, un movimiento de cabeza. Alcido sonreía, a la espera. Los guerreros estaban nerviosos. Un silencio tenso solo roto por el crepitar de hogueras y fuegos. Yo sacaba varias cabezas al más alto, mi espada podría lisiar a varios de un solo barrido. Pero mi hermana estaba indefensa, era una bola de carne caliente donde hundir los extremos afilados de las alabardas, atravesando piel, vísceras, huesos.
—¿Podemos esperar hospitalidad, entonces, mi señor? —rogó mi hermana, bajando la cabeza, sumisa.
Alcido varió el gesto de su cara, mirando primero a Caudiona y luego a mí. Pareció desencantado, su rostro reflejó a la luz de las antorchas la decepción de sus provocaciones ignoradas. No le convenía quedar delante de sus hombres como un traidor al rey.
No delante de ellos.
Con un gesto de desprecio, agitó el aire con su capa y se dio media vuelta sin decir palabra.
El guardia grasiento nos echó una mirada de puro odio y marchó detrás de los pasos de su señor. Las alabardas se levantaron, los ánimos se relajaron y los guerreros volvieron a respirar.
Caudiona me dio un suave toque en la vaina de la espada y tras mirarla unos instantes, devolví el arma a su aposento. Los guardias se dispersaron y la música volvió a renacer, seguida de los murmullos y el jolgorio de aquella fiesta.
—No aceptes ninguna provocación, por favor —me pidió mi hermana mientras nos internábamos en el campamento.
—No toleraré…
—Tolerarás todo lo que haga falta tolerar, Braco —cortó ella—. Mierda, vas a hacer que nos maten como a perros.

1 comentario:

  1. cuidado con la descripcion de los ojos de caudiona, no pueden ser opacos y brillantes, son opuestos. el resto... excelente. sara

    ResponderEliminar

Comentar no cuesta nada salvo un pedazo de tu tiempo. Venga, coño, que es solo un minuto.