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martes, 21 de diciembre de 2010

La hidra de Viceka (3)

3.
Caminábamos en silencio por el bosque, oyendo como los pájaros inundaban con sus cánticos el ambiente y la hojarasca crujía bajo nuestros pies. El sendero estaba cubierto de ramas y matojos y se hacía difícil seguirlo a veces. Los arañazos eran continuos y los insectos se cebaban con nuestros cuerpos semidesnudos. Mi altura desproporcionada me prodigaba los embates de ramas que mi hermana esquivaba con facilidad.
Caudiona se había cubierto los pechos a costa de que sus nalgas asomaran juguetonas por detrás, bajo la túnica. Yo caminaba tras ella, tropezando con raíces traicioneras ocultas bajo el manto de hojas o lastimándome los dedos de los pies con piedras afiladas. Iba pendiente del contoneo del culo de Caudiona y, aunque mascullaba cada vez que el dedo gordo o el meñique resultaban golpeados con las piedras, sonreía bobalicón atendiendo a los globos vibrantes de mi hermana.
De repente los sonidos del bosque se acallaron y el silencio pareció hacerse palpable. Nos detuvimos y nos miramos suspicaces. El bosque había tardado en darse cuenta de nuestra presencia.
O quizá había enmudecido por otra causa.
Nos agachamos en silencio, juntos, estrechando nuestros cuerpos. Los insectos parecían ajenos a la extraña calma y se arremolinaban en la cara y el cuello, zumbando excitados por el sudor.
No tuvimos que esperar mucho. A lo lejos, entre el follaje, un lobo negro, casi indetectable entre las sombras de los árboles, surgió como una voluta de humo. Sus pasos eran sigilosos y su porte magnífico. El lomo del animal era casi tan alto como mi hermana y, de lejos, se intuían la grandiosidad y el poder de sus afiladas garras y colmillos.
La bestia no había reparado en nuestra presencia, quizá porque el viento soplaba en contra nuestra y nuestro olor no llegaba hasta él. Quizá porque sus ojos ambarinos parecían lánguidos, casi ocultos bajo unos pesados párpados. Caminó despacio hasta situarse varios codos más adelante del sendero. Gracias a la luz filtrada por las ramas que incidían en el suelo como bastones dorados, pudimos contemplar mejor el soberbio cuerpo del animal.
Estaba sangrando de un costado. La sangre brillaba en su pelaje carbonífero. Se recostó sobre el sendero y pareció suspirar, tratando de recomponer sus fuerzas. Sus orejas replegadas se agitaron para espantar a las moscas.
Caudiona y yo nos miramos. Aquel animal, por muy herido que estuviese era capaz de arrancar un brazo de un zarpazo o una pierna de un mordisco. Caudiona entrecerró sus ojos y adiviné lo que estaba pensando.
Negué con la cabeza. No atacaría a un animal herido. Y menos a aquel lobo solitario, herido, cansado. Caudiona apretó los labios molesta y encogió los hombros demandando otra opción.
No quería matar a aquel lobo. Era grande, de porte altanero incluso herido y no iba a matarlo. Pero sabía que en pocos segundos nuestro olor le llegaría y entonces no habría más remedio que luchar. Un animal herido es pragmático, suele huir cuando considera que no va a ganar. Pero aquel lobo no huiría, moriría atacando. Eso lo sabía hasta mi hermana.
Tomé una decisión. Me deshice de la espada tirándola al suelo. No quería ventajas. El lobo irguió las orejas al oír el sonido y giró la cabeza en nuestra dirección, alerta. Me levanté hinchando mi pecho y me puse de puntillas para aparentar más altura. Quería intimidarlo, hacerle huir, no quería matarlo.
El lobo se levantó de un respingo y gruñó enseñando los dientes. Sus ojos brillaron con un fuego dorado tras las rendijas de sus párpados. Su pelaje se erizó y todos los músculos de su cuerpo se tensaron.
Grité con todas mis fuerzas. Aquel grito habría hecho persignarse al soldado más aguerrido y provocado desmayos entre las mujeres. Las ramas de los árboles y los matojos se revolvieron cuando todas las alimañas huyeron despavoridas y los pájaros levantaron el vuelo aterrorizados. Pero el lobo respondió gruñendo con más fuerza aún, inmóvil, babeando saliva por los belfos, haciendo vibrar su mandíbula, exhibiendo sus poderosos caninos.
No huiría, estaba claro. El enfrentamiento era inevitable. Uno de nosotros encontraría la muerte en aquel bosque.
—Braco, idiota, coge la espada —chilló mi hermana levantándose y tendiéndome el arma.
—¡Agáchate, mujer! —rugí desdeñando el arma.
Y me lancé hacia la bestia a la carrera. Sentí como mis muslos se contraían y distendían como vendavales, como mis brazos crujían con la tensión. Era capaz de pulverizar una piedra entre mis dedos. ¿Qué no sería capaz de hacer con la tierna carne de un animal, por muy lobo que fuese?
El animal no se movió. Bien. Aguantaría la posición esperando una muestra de fuerza por mi parte. O su herida del costado era tan grave que no le permitía siquiera correr. No importaba. Ya estaba muerto. Era él o nosotros.
Y cuando estaba a menos de diez codos de distancia el cerco se cerró. Fue mi hermana quien me gritó idiota, que era una trampa, que los lobos cazan en manada.
Cuando me quise dar cuenta varios pares de ojos surgieron de las sombras verduscas hacia mí. Al menos un par de lobos en cada lado, quizá otro atrás para impedir la huida.
El primer ataque correspondió a una bestia de pelo rayado, marrón y gris. Se lanzó sobre una pierna, buscando mi caída, asegurando un final rápido. Sus dientes se clavaron sobre la espinilla, atravesaron carne, músculo, tendones, era un lobo enorme, no tan grande como el negro, pero sí igual de astuto.
Le agarré del pescuezo y, tomando impulso, aproveché uno de los gruesos troncos de abedul que surgían alrededor nuestro para estamparlo de costado. Crujió su espinazo y el árbol se tambaleó, cayendo una lluvia de hojas muertas. Hojas doradas y oscuras. El lobo chilló, gimiendo desesperado. Lo lancé de nuevo sobre otro tronco y, ahora sí, su espalda se quebró para siempre. Lo tiré sobre otro que lo esquivó sin inmutarse.
—¡Aquí tenéis! —aullé.
Los demás lobos miraron el bochornoso espectáculo del animal lisiado, arrastrándose con las patas delanteras, huyendo y desgañitándose entre gemidos y lastimosos gruñidos. En su hocico y sus dientes aún quedaban restos de mi carne y mi sangre. Se perdió en el bosque.
Ya no se confiaron tanto. Más les valía. Eran cuatro, como había supuesto. Formaron un círculo alrededor de mí y comenzaron a moverse, a uno y otro lado. Buscaban confundir, provocar el nerviosismo. No les quitaba la vista de encima, tenía que estar pendiente de todos ellos. Cualquiera, viéndome débil, podría lanzarse sobre mi espalda, mi sexo, mi vientre. La sangre que fluía por mi pierna les excitaba. El aroma cobrizo y dulzón les aturdía y enardecía.
No era una herida grave. Algunos días de reposo y los buenos cuidados de mi hermana bastarían para recuperarme. Así, confiado en que solo cabía un posible vencedor, no reparé en el lobo negro que había actuado de cebo. Aquellos animales son muy astutos y no dejan cabos sueltos. Caudiona tenía razón. Había sido un idiota al confiarme, al pensar que los animales tenían un sentido del honor. Idiota, me dije, simplemente sobreviven. Aunque lobos me temían, de eso estaba seguro.
Pero no a mi hermana.
Vi como el lobo negro corría —el engaño de su herida ya no era necesario— y daba un amplio rodeo sobre los lobos y yo para acercarse por detrás a Caudiona. Ella sí que no tendría posibilidad alguna. Ella era la presa más débil.
—¡Caudiona! —grité señalando hacia el lobo negro.
Mi hermana siguió la dirección que marcaba mi brazo y atisbó a la bestia casi encima de ella.
Chilló angustiada. No había tiempo para hechizos ni divertimentos. Solo podía escapar.
Se ayudó del tronco de un árbol para ascender a otro que crecía cercano y paralelo. Se llevó la espada al hombro. Era un arma pesada y aparatosa. El lobo negro adivinó sus intenciones y redobló el ritmo de la carrera hacia ella. Su presa se escapaba. La intimidó con sus gruñidos y emitió un portentoso ladrido que retumbó por toda la floresta.
Caudiona resbaló nerviosa por el tronco. Ayudada por las piernas y la espalda iba ascendiendo por los troncos paralelos en busca de la altura necesaria. Pero uno de sus pies perdió la sandalia, patinando sobre la corteza traicionera. Chilló horrorizada.
—¡Sube, sube! —grité.
Consiguió agarrarse a una rama baja. El lobo negro estaba casi encima de ella. Intentó auparse para recoger las piernas colgantes. No podía, no tenía fuerzas. La espada tintineaba contra el tronco y su espalda. La bestia se lanzó al aire en busca de la carne blanquecina de los muslos. Era el fin. La iba a arrancar de cuajo las piernas.
Pero subió. Mi hermana aupó las piernas y se encaramó a la rama. El lobo apresó entre sus dientes el extremo de la túnica y desgarró entera la prenda, llevándosela al vuelo. Mi hermana se tambaleó precaria en la rama y chilló aterrorizada. Pero estaba a salvo. Quedó desnuda, boca abajo, como un gato, abrazada a la gruesa rama con brazos y piernas, con la espada colgando.
El lobo negro, creyendo que la prenda tibia escondía un miembro la sacudió entre sus dientes, la revolvió, la agitó. Comprendió que solo era tela. Olía a carne caliente, pero nada más.
Miró arriba y vio a mi hermana encaramarse a otra rama y ascender a otra más alta, fuera ya del alcance de cualquier salto, por muy formidable que fuese.
El lobo estaba lleno de furia, gruñía rabioso, tanto más cuanto más sentía el olor a miedo y carne dulzona que había cubierto la prenda que ahora babeaba entre sus dientes. Caudiona lo miró desde arriba y rió y le enseñó el culo, palmeando sus nalgas sonrosadas, cubiertas de heridas a causa de la áspera corteza.
—¡Lobito, lobito! —rió agitando sus redondeadas carnes— ¡Este culito no podrás catar, bestia fea!
El lobo negro escupió los andrajos de mi hermana y me miró con la cabeza gacha y las orejas erguidas. De sus belfos manaba saliva a borbotones, espumosa y translúcida.
La bestia estaba verdaderamente fuera de sí. Echó un vistazo a mi hermana y luego a mí. Le bastaron unos segundos para tomar una decisión. Agachó las orejas y bajó la cola. Aulló levantando su poderosa testa y los demás lobos se volvieron hacia él. Agacharon las cabezas y abandonaron el cerco que me impedía moverme. Se retiraban en silencio. No querían luchar. Yo era una posible presa capaz de dejar impedido a varios de ellos con las manos desnudas. Mi hermana era otra presa lejos de su alcance. No había necesidad de arriesgar tanto por tan poco.
—¡Se marchan! —gritó eufórica Caudiona al verles retirarse, sumergiéndose entre los matorrales.
Los lobos cuidaban su retaguardia, mirando de reojo mis movimientos. No querían un ataque por la espalda. Uno de ellos recogió la prenda. Olía a carne, era mejor que nada. El último vistazo correspondió al lobo negro, lanzándome un aterrador mensaje con sus ojos ambarinos.
“Otra vez será”, parecieron expresar aquellos ojos.
Me acerqué hasta el tronco de mi hermana. Al apoyar la pierna herida noté un ramalazo de dolor. La herida era más grave de lo que pensaba. Habría seccionado algún tendón. Los lobos ya no estaban para advertir mi debilidad. Mi hermana también se dio cuenta. Comenzó a descender por las ramas. Era complicado, la corteza le arañaba el cuerpo desnudo, las ramas resecas le azotaban las carnes trémulas, su cabello se enredaba en las hojas y se las llevaba consigo.
—¡Cerebro de mosquito! —gritó al dar un salto y aterrizar en el suelo. Me lanzó la espada al pecho y la cogí al vuelo— ¡Podríamos haber muerto! ¿Se te ha ocurrido pensar que hubiera sido de nosotros si llegan a ser más?
—Pues que ahora nos estarían devorando —sonreí llevándome el cinto del arma al hombro.
Caudiona me miró ceñuda y viendo que no conseguiría sacar nada en claro de mí, se agachó para ver mi herida.
—Sangras como un becerro —dijo tocándome la herida, manipulando las capas de carne visibles. El dolor era agudo—. Eres un idiota, un maldito idiota descerebrado, Braco.
—Huyeron porque sabían que no ganarían —dije ufano.
Se levantó y me arreó un tortazo estirando la mano arriba, de puntillas.
—Huyeron porque no les convenían más heridos, payaso —escupió entre mis pies—. No me gusta esa herida, se puede enconar.
—Siempre me he recuperado bien, hermanita —repliqué mostrándole las numerosas y pálidas cicatrices que recorrían casi todo mi cuerpo.
Bufó asqueada ante mi desdén.
—Ya veremos. Salgamos de este bosque y rápido, antes de que caiga la noche.
Y echó a andar por el sendero, meneando sus nalgas colmadas de heridas y arañazos, sucias y sonrosadas. Sus carnes se agitaban libidinosas, hipnotizadoras. Un intenso escozor empezó a nacerme en el sexo.
La cogí por la cintura y la tumbé sobre la hojarasca, ávido de pasión carnal.
Caudiona chilló cuando abrí sus piernas y aposenté mi enorme miembro sobre su vientre.
—¡Cabestro, debemos salir de este bosque ya! —gritó tirándome del pelo y golpeándome en la cabeza.
Pero yo ya no oía nada, ya no sentía nada. Solo saboreaba el embriagador olor del sudor que emanaban sus axilas y sus muslos. Solo tenía ojos para sus pechos agitándose gordezuelos, su vientre revolviéndose. Chilló angustiada al notar como me introducía en su interior y siseó maldiciones. Pero sus reservas cedieron al placer. Sus manos me golpeaban con menos fuerza, sus muslos se aferraron a mi culo, sus labios buscaron los míos, su lengua lamió mis dientes.
Me incorporé y la alcé mientras la empalaba, sujetándola por las nalgas. La apoyé sobre la corteza de un árbol. Me mordió el cuello y me arañó los hombros mientras se agitaban sus carnes, impelidas por mis penetraciones.
Gimió extasiada, abotargada, liberada. Sus pezones arañaban mi pecho y sus hombros redondeados eran objetivo de mis labios. Su cabello nos envolvía alborotado con nuestros movimientos. Jadeábamos olvidando cualquier seguridad, deshaciendo el silencio del bosque con nuestros gemidos.
Caudiona llevó sus brazos atrás, abrazándose al tronco, ladeando la cabeza al son de los empellones. De sus labios entreabiertos asomaban hilillos de saliva. La miré a los ojos, aquellos ojos opacos, ojos de bruja, ojos de diablo. Contemplaba el rostro de una nigromante invadida por el éxtasis carnal. Un demonio de la carne, un cuerpo moldeado por el placer, para la desdicha de los sentidos.
Me separé de ella a tiempo. Continuaba abrazada al árbol, los pechos tirantes, los pies apoyados en las raíces. Los trallazos de semen salpicaron su cuerpo y rebotaron cayendo al suelo de hojarasca como perdigones. Su cuerpo se agitó y se estremeció. Sus brazos tensos como maromas, sus piernas agitándose espasmódicamente. De su sexo manaba un reguero viscoso y translucido.
Sus tatuajes absorbieron el semen al instante, chuparon y mamaron mis fluidos con avidez.
Caudiona cayó al suelo de rodillas, a cuatro patas, aun gimiendo, oculta su cabeza por el cabello derramándose por la hojarasca. Me apoyé sobre el tronco más cercano, empuñando todavía mi miembro pringoso.
Su espalda pareció digerir los arañazos, deshaciéndolos, desdibujándolos, como si jamás hubieran existido, hasta que sobre su piel solo quedaron los finos tatuajes y los rastros de suciedad y mugre del bosque.
Irguió la cabeza y se llevó los mechones de cabello dorados detrás de las orejas. Aprisionó el extremo de mi sexo y ordeñó los restos de semen recogiéndolos con la mano ahuecada. Escupió sobre el asqueroso mejunje y, juntando las manos y musitando un conjuro, llevó las manos a mi herida, embadurnándola con aquel potingue.
Sentí un calor intenso y escozor. Vaya si escocía. La piel velluda de la espinilla se me cerró y cicatrizó en segundos, restañando cualquier fisura.
Cuando en mi piel solo quedó una blanca cicatriz, otra de tantas, Caudiona se incorporó, se limpió las manos con varias hojas y, tras mirarme con ojos entrecerrados un instante, echó a andar por el sendero.
La seguí tras menear la cabeza, sonriendo.

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