RSS
Facebook

martes, 21 de diciembre de 2010

CAUDIONA (5)

5.
—¿Tanto he cambiado, Braco, cómo me ves? —musitó mi hermana mientras aposentaba su mejilla sobre mi pecho.
—Eres mi hermana.
—Acabas de yacer conmigo, Braco. No puedes escudarte en nuestro parentesco.
—¿Por qué lo has buscado? —pregunté refiriéndome a nuestra unión incestuosa mientras peinaba entre mis dedos sus cabellos dorados.
—Te reconocí cuando os vimos desde el aire. Además, era la hora de cenar.
La miré confuso, sin entender.
—Nos alimentamos de vuestros fluidos. Por eso he querido que terminases sobre mi piel.
La miré torciendo los labios ante tal atrocidad contra la naturaleza. Por suerte no advirtió mi gesto o eso creí.
Se incorporó quedándose arrodillada a mi lado. Me miró con sus ojos pétreos.
—Escucha, Braco, tu compañero y tú debéis salir de aquí.
—No me iré sin ti —protesté—. Te lo dije antes. Somos ladrones. Bernilius ha venido a por el oro. Yo a por ti.
—Solo hay un lugar posible para mí, y es dentro de estos muros, con las mías. Escúchame bien: vamos a mataros esta noche, no nos gusta tener alimañas ladronas en casa. Debéis huir.
—No sin ti —repetí—. Prometí a nuestros padres que algún día te encontraría.
—Diles que me encontraste —dijo desviando la mirada—. Que me casé con un rico comerciante y vivo feliz y que les he dado muchos nietos. O que aún no me has encontrado, da igual. Invéntate lo que sea.
La tomé de los hombros y la obligué a mirarme.
—Caudiona. Nuestros padres están muertos.
—¿Qué dices?
La hablé de mi anterior rango en el ejército. De cómo supimos, yo y varios leales soldados, de las intenciones de mi señor Ifadión cuando quiso apropiarse de las tierras de unos campesinos para levantar un coto de caza. De cómo me interné en su palacio una noche y le enseñé el color de sus vísceras. De cómo su hermano Alcides le sustituyó y, al no apresarnos, se ensañó con nuestras familias. De cómo lloré cuando tuve que reunir los pedazos que habían sido los cuerpos de nuestro padre y nuestra madre sin saber a quién pertenecía cada uno y les di sepultura a escondidas.
Caudiona me miró durante todo mi relato sin parpadear, fijos sus ojos opacos en los míos.
—Vale —dijo tan solo.
Se levantó y se acercó a la palangana donde hundió varios dedos en el agua para luego removerla durante un tiempo que se me antojó demasiado extenso.
—Muy bien. Os traeré una bolsa de monedas. Os llevaré lejos, donde la nieve está más tierna. Tendréis suficiente dinero para divertiros durante un tiempo.
—Caudiona… —protesté.
—No, Braco —me cortó—. Parece que todavía no entiendes qué soy. Vivo rodeada de nigromantes, de echo soy uno de ellos. Vendemos nuestras artes al que mejor nos paga. Y ya está. Así es mi vida. Con la tuya haz lo que quieras.
—Nuestros padres…
—Los tuyos. Yo ya los olvidé hace tiempo. Utiliza el dinero para vengar su muerte o emborracharte a su salud.
—Te raptaron.
—El tiempo diluye y empequeñece aquel hecho. Me otorgaron dones que casi nadie valora. A tu modo de ver me transformaron en un ser indigno de vivir fuera de estos muros. Pero dentro de ellos soy alguien, sirvo para algo. Tú solo te apropias de lo ajeno, matas a inocentes y correteas por ahí mirando siempre detrás de tu espalda, atento a las sombras, suspicaz ante lo extraño. Y todo por encariñarte de unos campesinos que te recordaron a tus padres. Pobre Braco, de la noche a la mañana el general admirado es un vagabundo perseguido.
Quise responderla pero no me dejó.
—Cuenta hasta cien. Reúne a tu compañero y esperadme aquí. La muerte es la única recompensa que obtendréis si intentáis cualquier engaño.
Salió en silencio y dejó la puerta entornada.
Entré en la celda de Bernilius. La puerta también estaba entornada y lo encontré tumbado sobre el colchón. Su celda era igual a la mía. Aún sonreía y resoplaba satisfecho.
—Jamás imaginarías lo que me ha ocurrido —sonrió.
Le expliqué con detalle el plan que había urdido mi hermana.
—Si nos va a regalar una bolsa de monedas es porque la cantidad que tienen es tan grande que no echarán en falta esa porción. Tenemos que hacernos con más.
—Caudiona no bromea, Bernilius. Cojamos ese dinero y larguémonos de aquí. Ya te he dicho que saben de sobra lo qué somos. Y no son tímidos comerciantes o afeminados burgueses.
Bernilius me miró con desprecio.
—¿No ansías más cuando sabes que hay de sobra? Te conformas con muy poco, Braco. Tú ya tienes a tu hermana, vayamos a por lo mío.
—Me conformo con salir vivo de aquí. Ese dinero es el pago por olvidarme de ella para siempre.
Bernilius desvió su mirada hacia la ventana y fijó su mirada en el furioso temporal que se cernía fuera. Negó lentamente con la cabeza.
Caudiona entró en la estancia. Llevaba en sus brazos nuestra ropa y las armas.. Paseó su mirada por nuestros rostros y adivinó al instante el pensamiento de Bernilius.
—Vístete, Braco, nos vamos. Tu amigo quiere probar suerte. Él sabrá.
Me calcé las botas y me fui colocando la ropa ante la mirada divertida de Bernilius. Mi hermana también había traído su túnica de múltiples capas y el turbante. Se lo embozó hasta dejar solo visibles sus ojos opacos.
—Bernilius —rogué mientras me ajustaba el cinturón del que colgaba la vaina de la espada.
—Tu hermana tiene razón. Probaré suerte —fue todo lo que dijo por respuesta.
Caudiona y yo salimos de la celda dejando entornada la puerta. Sonrió mientras nos alejábamos.
—Nuestra marcha y la falta de un bicho de esos resultará extraña —la advertí mientras ascendíamos por las escaleras al piso superior—. Te castigarán por ayudarme a huir.
—Seremos rápidos —respondió lacónica—. Y tú servirás para propagar un mensaje: nadie nos roba y sale con vida de nuestros dominios.
—¿Bernilius sufrirá?
Caudiona se giró para mirarme y estrechó sus párpados. Debajo de la tela que cubría su cara supe que sonreía.
—Oh, sí, y espero que cuando vuelva me hayan dejado algo.

0 comentarios:

Publicar un comentario

Comentar no cuesta nada salvo un pedazo de tu tiempo. Venga, coño, que es solo un minuto.