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martes, 21 de diciembre de 2010

La hidra de Viceka (7)

7.
Bajé de la loma rocosa con cuidado. Las rocas estaban sueltas y una pequeña explanada de arena, una playa cubierta de huesos y piedras, era lamida por el agua oscura del pequeño lago. Conseguí llegar hasta la arena y contemplé el pequeño desfiladero que daba acceso a la laguna. Varios hombres de Alcido llegaron temerosos. Esperaban encontrarme allí. Me escondí agazapado entre las rocas. No tenían ningún interés en despertar de nuevo a la bestia. Recogieron partes de la armadura cubierta de hollín de algún compañero achicharrado por el alcronte y se marcharon rápido.
Esperé hasta el atardecer, hasta que se inició la noche. Había cogido varios jirones de ropa carcomida por las llamas y me había procurado con ellos una suerte de calzones y una vendas para mis pies doloridos. Las heridas de los talones supuraban un líquido amarillento y los bordes de los agujeros se empezaban a ennegrecer, pudriéndose.
Salí de mi escondite cuando juzgué que ya no volverían más soldados. Varios pedazos de cuerpos, torsos y miembros, yacían desparramados por la arena, tiñendo de sangre reseca la playa. Busqué en silencio las armas que aún podían servir para la batalla. Hachas, espadas, cascos, escudos, armaduras. Todo estaba mellado o derretido, no habían dejado nada entero. Malditos soldados carroñeros. Maldito alcronte.
Despellejé los pedazos de carne que había, en busca de grasa humana y animal. Solo había una forma posible de matar a una hidra.
Las hidras son monstruos horrendos, voraces, feroces, no mayores que un mamut, con el cuerpo de serpiente. Suelen tener varias cabezas, parecidas a las de un lagarto, más grandes, y, si cortas una, crecen dos más en el lugar del muñón. La propia hidra se alimenta de sí misma cuando no tiene nada qué comer. La única forma de impedir que broten más cabezas es cauterizando con fuego la herida.
Para eso estaba destinado el alcronte y su aliento de fuego. El plan era ingenioso, pero un alcronte también lo es. No acata órdenes, se rige por una destrucción sin medida, acabando con todo rastro de vida terrenal a su paso. No tiene otro pensamiento en su cabeza.
El dolor en los talones era cada vez más intenso. La inflamación se extendía hacia la pierna y estaba empezando a notar un entumecimiento de los músculos. Por fortuna el dolor era tan grande que minimizaba el del dedo mutilado convirtiéndolo en molestia.
Sobre un escudo volcado fui depositando todo el sebo que fui encontrando raspando y sajando en los pedazos de carne.
—¿Qué haces? —oí detrás de mí.
Me giré con rapidez cogiendo un espada rota a la mitad de su hoja. Era la muchacha. Estaba sentada junto a una roca, mirándome con atención.
—No te he oído llegar —murmuré asustado, pidiendo con un gesto de la mano que acallase el tono de su voz. Si aquella mujer había podido sorprenderme no quería llegar a pensar qué sucedería si Alcido decidía volver a echar otro vistazo. El dolor me volvía descuidado— ¿Dónde están el noble y los suyos?
—Se marcharon.
Me acerqué para mirarla más de cerca. Tenía los pies desnudos llenos de arañazos y magulladuras al tener que descender por la ladera rocosa. Todavía sudaba y los corros de su frente y sus sienes mostraban más de esa piel blanca y pecosa que había debajo de la mugre.
—Tengo la señal —dijo señalándose el tatuaje del cuello—. Jamás podré rechazar ni esconder lo que soy.
“Ni tú ni nadie”, pensé.
—No sé hacer otra cosa —añadió.
—¿Cómo te llamas?
—No tengo nombre. Nunca lo he necesitado.
—¿No recuerdas dónde naciste, quiénes fueron tus padres?
Negó con la cabeza. Seguramente sus progenitores la vendieran a un burdel nada más nacer, incapaces de hacer frente al gasto que hacía falta cuidar de una hija. Era un subproducto, un residuo de la pobreza. Poco más que una cagada que depositas en un agujero, lo tapas y luego marchas.
—¿Qué haces? —preguntó señalando con la cabeza al casco.
—Recojo sebo. Impregnaré las pocas armas decentes que quedan con él y las prenderé fuego. Confío en que al cortar una cabeza de la hidra, el fuego del sebo prendido cauterice la herida.
Se encogió de hombros sin entender. Señaló con un dedo la bellota que llevaba al cuello.
—Sigue creciendo.
—Necesita un medio para vivir. Era de mi hermana. La sangre de la hidra servirá para ello. Es vivificadora.
—Tu hermana está muerta.
—No. No lo está.
—Y esa bellota hará que resucite —dijo con sorna—. Estás loco confiando en la hechicería.
—Es lo único que me queda. Detesto la magia, pero no tengo otra opción.
—Vas a arriesgar tu vida por la posibilidad de que tu hermana reviva gracias a una magia que odias.
—Sí.
Calló. Me volví para terminar de extraer la grasa blancuzca y cubierta de raíces rojas de los pedazos.
—Ojalá tuviese un hermano tan grande y tan loco que hiciese eso por mí —dijo acercándose. Sacó su estilete de entre los ropajes y me ayudó en la tarea.
—Solo la tengo a ella —murmuré—. Caudiona tenía razón. No debimos acercarnos al campamento. Todo es culpa mía.
Me miró sonriendo y se acercó a darme un beso en la mejilla.
Las aguas cercanas de la pequeña laguna estaban inmóviles. Negras. Espesas. La noche había empezado y necesitábamos hacer un fuego. Me alejé para recoger ramas secas. No había muchas; alrededor de la laguna solo había piedras y arena.
Monté una pequeña hoguera en pocos minutos. Troceé el sebo sobre el escudo cóncavo. Embadurné las pocas armas servibles que encontré con el sebo y comprobé que el fuego ardía en sus filos como había esperado.
—Tienes que ponerte a salvo, en las rocas.
—Puedo ayudar —dijo poniéndose en pie.
A la luz de las llamas su cuerpo tembloroso por el frío era aún más enjuto. Estaba igual de seco que las ramas que había encontrado. E igual de quebradizo.
—Escóndete —dije colocando las armas sobre el escudo volteado, pomos y empuñaduras en el borde. Las llamas eran azules y despedían un humo negro que tiznaba al acercarse y que hedía a podredumbre. Pronto todo el aire sería irrespirable, debía darme prisa.
La muchacha negó con la cabeza y se acuclilló junto al escudo.
—Te cuidaré el fuego.
Mierda. Necesitaba toda la ayuda posible. Sonreí.
La miré durante unos instantes y la tendí la bellota.
—Guárdala bien.
Disponía de un escudo abollado y dos espadas y un hacha que, en otro momento, habría desdeñado por estar inservibles. Ahora eran todo lo que tenía.
Miré las vendas empapadas en sangre de mis pies y los improvisados calzones que constituían mi única ropa. Mierda, pensé, de todo esto no puede salir nada bueno.

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