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martes, 21 de diciembre de 2010

La hidra de Viceka (1)

PRÓLOGO
—No —contestó Braco.
El hombre que estaba sentado al lado del trono, sobre los escalones forrados de lustrosa piel de conejo, agachó su cabeza. Era irrespetuoso contrariar al monarca, tanto por protocolo como por sentido común: aquel hombre era enorme, más de dos metros largos de músculos tensos e hinchados bajo ropajes de seda brillante y ostentosa. Perfumes corporales, perfumes intensos, limpieza inmaculada, peinado aceitoso, barba recortada, axilas depiladas…, todo en aquel hombre gigantesco reiteraba un recalcado y excesivo cuidado narcisista.
—Dile que no —repitió Braco mirando a lo lejos, hacia la plácida oscuridad del extremo de la gran sala.
El otro hombre, hombrecillo en comparación, tragó saliva y quiso atreverse a formular una pregunta tras una digna explicación.
—Vuestra alteza, mi señor, mi dios… —paró cuando el monarca desvió su mirada hacia él—. Su divina esposa me ha solicitado para mañana mismo un primer escrito sobre vuestras aventuras y memorias. Ha incidido, sobre todo, en el capítulo dedicado a su muerte y…
—Quieres saber de la milagrosa existencia de la reina —interrumpió Braco.
El hombrecillo sonrió y afirmó con la cabeza.
—Vinomiel —pidió el monarca con un vozarrón que hizo temblar las paredes de la sala de audiencias.
Un sirviente apareció de las sombras de un rincón portando en su hombro una gran pellejo de piel y tendió a Braco una exagerada copa de plata con incrustaciones de piedras preciosas. Vertió un chorro de licor espeso y dulzón.
Braco saboreó el brebaje de hierbas y una sonrisa empezó a florecer en su gruesa mandíbula. Mostró unos dientes parejos y blancos. Frunció su ceño.
—Escribano —dijo mirando por primera vez al amanuense—. Mi vida, no hace muchos años, era fácil de llevar y divertida de arrastrar. Te hablo tan solo de cinco años atrás, cuando simplemente era un asqueroso rufián cuya máxima aspiración era montar a las hembras más hermosas, destripar a todo aquel o aquello que me importunase, robar a incautos e idiotas y calmar mi sed con brebajes que me aturdieran hasta dejarme casi muerto. Los dioses no me hacían caso, y mejor así. No tenía ningún dinero encima y solo contaba con una espada, unas pocas monedas y una arrogancia que aún no ha conocido rival.
El hombrecillo había colocado sobre sus rodillas una resma de pergaminos que embadurnaba presto con palabras y símbolos, asintiendo de vez en cuando con la cabeza.
—Toma buena nota —rió Braco al contemplar la rapidez de la escritura del escribano—. Cuando caiga borracho ya no habrá más que contar. Y sí mucho que añorar.


1.
Bostecé aturdido y desorientado, incapaz de recordar nada de lo que había sucedido la noche atrás e, incluso, días antes. Tenía la mente bloqueada, la memoria deshecha. Los efectos del alcohol me amodorraban los sentidos y los movimientos, y me crispaban los nervios. Estaba en un pajar, en penumbra. Rayos de luz se filtraba por las rendijas de las paredes destartaladas y el polvo flotaba en el aire. Había despertado porque en el exterior alguien estaba clavando algo y los martillazos resonaban en mi cabeza, insidiosos. Iba a aullar que se detuviese el malnacido que me importunaba cuando tomé conciencia de la hembra que tenía a mi lado, desnuda como yo, con las briznas de paja pegadas a su cuerpo.
Era muy joven, de facciones suaves, algunos arañazos en la tez, cabello largo y dorado, y cuerpo rebosante de atributos femeninos. Cientos de tatuajes finos y elaborados decoraban toda su piel, desde su frente hasta los dedos de sus pies. Era muy bella. Pero también era muy inconsciente. Si no, no hubiera accedido a yacer con un desgraciado y ladrón como yo, que no podía pagar una puta y menos ofrecer a una joven una vida decente más allá de cópulas interminables y latrocinios de poca monta.
O eso o la había forzado, lo cual me hubiera disgustado; mi encanto se resistiría. Pero viendo la placidez de su dormitar lo dudaba. Intenté recordar qué había sucedido la noche anterior, los días anteriores, porqué me encontraba en aquel pajar, qué hacía en aquel pueblo, dónde estaban mis ropas, mi espada, qué, qué, qué.
El asno que estaba atado en el extremo del pajar rebuznó cuando un recuerdo empezaba a formarse en mi cabeza. Aquella muchacha me era conocida, muy conocida. Pero el rebuzno me había despejado la mente.
Por fortuna el martilleo exterior cesó y aunque luego fue seguido del rumor de un gentío, el ruido era más soportable. La joven gruñó algo y se estrechó a mí en busca de calor. Estampó su sexo desnudo en mi muslo y sentí el agradable calor que su interior desprendía. Mi verga comenzó a hincharse y pronto sentí la necesidad de aplacar aquel calor que me traspasaba la pierna.
La tendí boca arriba, despertándola, y me arrodillé sobre sus tiernas y blancas carnes. Abrió los ojos y me miró con una sonrisa lúbrica, pasándose la punta de la lengua por los labios sonrosados.
—Veo que te has levantado con ganas, gigantón —dijo acariciándome el miembro erecto que se sostenía en el aire entre su vientre y el mío.
Sonreí. Comprobé con un dedo que su interior estaba húmedo y, sin esperar su consentimiento, deslicé la mitad de la verga en su prieto sexo. La joven ahogó un grito que mezcló dicha pero también dolor. Otro golpe de caderas y hundí el resto de mi miembro. Abrió los ojos sorprendida y emitió un siseo quejumbroso con los dientes apretados.
—Hijo de… una ramera —chilló entre empellones— ¡Me vas a romper en dos!
Pasó sus brazos alrededor de mi cuello y sus piernas abrazaron mi cintura. Con cada embestida sus pechos se revolvían desparramados por sus costados y sus carnes se agitaban mientras de sus labios manaban insultos. Se mordía los labios y resoplaba como una vaca. Su interior era acogedor y caluroso.
—¡Boñiga, excremento de rata, hijo de cien padres! —aullaba. Y sus uñas se clavaban con fuerza en mi piel y sus piernas temblaban agarrotadas.
Me apoyé a cuatro patas y ella me abrazó con brazos y piernas, elevándose sobre el suelo de paja. Las briznas volaban sobre nosotros, barridas con su rubia melena alborotada mientras cada movimiento provocaba un nuevo vaivén de su cuerpo columpiado en el aire.
Meció la cabeza sobre la paja mientras recitaba plegarias y sonreía gozosa. Cuando comenzó a temblar y vibrar embargada por su éxtasis, aflojó la presa de sus brazos y piernas y cayó derrumbada sobre la paja, desmadejada. Varios chorros de esperma espeso regaron su cuerpo.
Me miró al cabo de unos segundos cuando se recompuso. Mis fluidos la salpicaban los pechos y el vientre, su mandíbula y su cabello de paja o la paja de su cabello. Me señaló un rincón oscuro del pajar con un dedo tembloroso.
—Recoge tu ropa mugrienta y tu espada endemoniada, hijo de mil rameras, y márchate.
No la respondí. Al lado de mi taparrabos estaba su vestido, una sencilla túnica gris, rasgada decenas de veces y remendada otras tantas. Me calcé las sandalias y até el taparrabos a mi cintura. Luego me coloqué el cinto de la vaina al hombro y deslicé la espada dentro. Me giré hacia ella antes de abrir la puerta del pajar. Sus palabras estaban teñidas de desprecio fingido.
—Ni me reconoces, ¿verdad? Vete, monstruo inmundo, aléjate de mí, búscate una yegua donde hundir tu aberrante verga.
Sonreí. Y ella, tras unos segundos, me devolvió la sonrisa. Salí a la luz de la mañana.
El pajar estaba situado cerca de la plaza central de un pueblo. Casas arremolinadas en los bajos de una ladera cubierta de bosques de oscuro verde. Estiré los brazos hacia los lados y luego hacia arriba, bostezando e hinchando mi pecho, sintiendo como todos los músculos de mi cuerpo crujían con agradables sonidos.
Cómo saber que, días más tarde, los crujidos de mis miembros tendrían otro doloroso significado.
En el centro de la plaza, al lado de una fuente, varios lugareños se apiñaban alrededor de un poste. Varias gallinas correteaban entre mis piernas. Me acerqué y aparté a algunos para ver la nota que había clavada. Tenía algo escrito.
Miré hacia abajo y pregunté al que tenía las ropas menos andrajosas.
—¿Qué dice ahí? —pregunté con tono ronco. Necesitaba algo de beber para calmar la sequedad de la garganta.
Posé mi mano sobre su hombro. Mis dedos se asemejaban a sus brazos, mis muñecas a sus muslos. El hombre comenzó a temblar al gigante que era en comparación.
—Una recompensa… —balbuceó—, dan una recompensa por traer un cántaro de sangre de la hidra de Viceka.
—¿De Viceka?
—La laguna más allá de estas montañas, cruzando el horizonte tres veces —aclaró.
Eso me recordó algo. Hidra. Viceka. Caudiona. Malditos fuesen los dioses, el dolor de cabeza era descomunal.
—¿Qué recompensa? —pregunté.
—La gratitud… la gratitud del rey.
Emití un bufido de desprecio.
El gentío había cambiado el epicentro de su atención hacia nosotros.
—Está loco si cree que alguien puede abatir a la hidra —dijo uno.
—Es inmortal —añadió otro.
—Es de locos, ¿para qué quiere sangre de hidra? —dijo un tercero.
—Magia negra, hechicería, taumaturgia, nigromancia —dijo una voz femenina.
Todos se volvieron hacia la procedencia de la voz. Era la joven a la que había ensuciado el cuerpo con mis jugos poco antes.
—La princesa está enferma, podrida —caminó alrededor de nosotros con andares gráciles. Era más alta que la mayoría y, sin embargo, no sobrepasaría la veintena. No era de aquí, estaba claro, igual que yo. Llevaba los pechos al aire, blancos, pesados, repletos de complicadas líneas tatuadas que convergían alrededor de los pezones rosados todavía erectos. Aun colgaban briznas de paja de su cabello—. Incluso se dice que ya ha muerto. La sangre de hidra puede curarla, quizá resucitarla.
—Vete de aquí, bruja —dijo uno de los lugareños—. Lárgate con tus venenos y pócimas de puta.
—¿Eres una bruja? —pregunté alarmado por haber compartido el lecho con una hechicera.
La joven no respondió y caminó alrededor del corrillo, sonriendo impúdica, exhibiendo sus gráciles carnes, sus pechos bamboleantes. A cada paso sus carnes turgentes se mecían sinuosas y sus tatuajes parecían vivos, reptando por su piel, deslizándose entre sus pechos, ascendiendo por su cuello, anidando en sus axilas.
—La gratitud de un rey bien vale cualquier sufrimiento —dijo—. Necesitamos espadas afiladas y brazos que sepan manejarlas.
Paseó su mirada por entre los lugareños pero estos rehuyeron el cruce visual. Cuando sus ojos se posaron en los míos no rechacé su mirada. No eran ojos, eran dos piedras opacas y oscuras. Un escalofrío me recorrió la espalda, desde el cuello hasta los riñones. Aquella mujer exudaba magia negra por cada poro de su piel. Pero era una mujer. ¿La conocía? Un extraño sentimiento de familiaridad me asaltaba en oleadas pero no llegaba a coger forma.
—¿No les ves un poco cobardes, Braco? —preguntó.
—¿Cómo sabes mi nombre, zorra? —la grité agitado.
Si aquella bruja sabía mi nombre, por medio de sus conjuros, podía poseer mi voluntad, obtener mi vigor, marchitar mi espíritu. Deslicé mi mano derecha en busca del pomo de mi espada. Su muerte sería motivo de fiesta, sí, ¡al infierno con todas las brujas!
No varió su gesto, siguió sonriendo mientras el siseo de mi espada saliendo de la vaina hacía enmudecer a todos. Parecía confiada, como si supiera que no iba a atacarla, como si una matutina ración de sexo la preservara de mi ira. Estaba equivocada.
Pero llegaron las mujeres.
—¡Mala puta! —gritó una a lo lejos lanzando una piedra. La golpeó en un hombro haciéndola caer al suelo.
Nos apartamos ante la lluvia de piedras que comenzaron a brotar del grupo de mujeres al otro extremo de la plaza. La bruja se levantó como pudo entre la lluvia de pedruscos. Alguno la borraría la sonrisa, porque su rostro demudó en rabia, escupió sangre y saliva. Me miró, entre el asombro y el dolor. Su rostro reflejaba incredulidad.
Nosotros reímos viéndola huir, cojeando, abrazándose un brazo seguramente quebrado, mientras las piedras caían a su alrededor. De su cabello dorado brotó sangre y los moratones que los guijarros produjeron en sus pechos ocultaron sus tatuajes.
Escupí al suelo cuando desapareció detrás de una calleja.
Las mujeres fueron tras ella. Los lugareños se volvieron hacia mí cuando los chillidos e insultos se perdieron a lo lejos.
—¿Qué te ha hecho esa bruja para no defenderla? —preguntó uno de ellos.
Le agarré del cuello y lo levanté en el aire ciego de rabia.
—¿Por qué habría de defender a esa puerca hechicera, boñiga de vaca?
No se atrevió a contestar. Tampoco habría podido hacerlo. Pataleaba en el aire como un pollo, su cara se puso lívida y el cuello crujió.
—Llegaste al pueblo con ella dos noches atrás —dijo alguien a mi espalda.
Me volví hacia la voz con el hombrecillo medio asfixiado, debatiéndose inútilmente en el aire.
—Llegasteis juntos, ¿no sois compañeros?
Tomé conciencia de nuevo del intenso dolor de cabeza que me invadía. Y entre la cruel resaca y los vapores del vino rancio que aún notaba en mi boca, recordé que aquella joven no era ninguna bruja. O quizá sí, pero a mí no me importaba tanto.
Aquella joven, de sonrisa libidinosa, andares lúbricos y cuerpo voluptuoso, era mi hermana.

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