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martes, 21 de diciembre de 2010

CAUDIONA (3)

3.
Las torres se levantaban sobre los salientes rocosos del pico más alto. Era una estructura formada por varios faros aposentados sobre los riscos, comunicados entre sí por puentes colgantes. Cada torre poseía en el embudo invertido que formaba su cúspide un estandarte y todos ellos, largos y oscuros, restallaban lejanos en el aire como látigos que añadían a los vientos ululantes de aquellas alturas una siniestra comparsa a modo de música.
Bernilius y yo nos miramos mientras nos embozábamos las pieles de oveja a la cara. El frío y húmedo viento encontraba cualquier resquicio en nuestra ropa y producía escarcha con el mero contacto. Debíamos parpadear a menudo para impedir que los ojos se nos cerrasen por el hielo acumulado alrededor de ellos. Nuestros caballos habían muerto hacía pocas horas, nada más iniciar la marcha por aquel paisaje nevado. Si algún lugar podía calificarse de inhóspito, este podría ser un buen exponente.
El acceso a las torres desde la base de la montaña, si lo había, no estaba visible. Trepamos hasta una roca y miramos encima nuestro en busca de cuál era la forma de llegar hasta aquel cúmulo de torres infestadas de seres oscuros.
El fuerte viento nos impidió oír el batir de alas hasta que surcaron los cielos encima de nosotros, ensombreciéndonos. Alzamos la mirada y dos grandes bestias de oscuro vientre, larga cola y gigantescas alas membranosas desafiaron los fuertes vientos para dirigirse hacia las torres. Dudo que nos viesen: íbamos cubiertos de pieles blancas y grises, fundiéndonos entre aquel paisaje helado. Aun así nos agazapamos entre las rocas con los ojos abiertos de asombro y tratando de calmar nuestros asustados corazones. Varias personas iban en sus lomos tumbados y abrazados al cuerpo de las bestias, llevando ropajes livianos y ondeantes.
No sé qué eran esos monstruos, jamás habíamos visto algo igual. Dudo que su existencia tuviese cabida en este mundo, debiendo pertenecer, por fuerza, a otro bien distinto.
Una de aquellas bestias dio un giro brusco en el aire y batiendo con rapidez sus alas, tomó tierra delante de nosotros. Sus cuatro patas se posaron sobre la nieve compacta. Un grueso penacho de humo gris y denso salió de la boca monstruosa colmada de dientes puntiagudos y apretados y emitió un chillido ensordecedor, acallando por unos instantes el continuo ulular del viento.
Dos personas descendieron del lomo del monstruo y, tras mirarse unos instantes, se dirigieron hacia nosotros.
La huida era fútil. Aquella bestia nos alcanzaría en un solo momento. Nos incorporamos y, tratando de dominar el fuerte temblor de nuestros dedos, extrajimos las espadas de sus vainas y nos dispusimos a hacer frente a las dos figuras que venían a nuestro encuentro. No portaban arma visible alguna y por ello nos causaban más temor.
Bajamos de la roca y juntamos nuestros cuerpos para tratar de conservar algo de calor y cubrirnos mutuamente. Nuestras espadas vibraban con el aire furioso, disimulando la tiritona de nuestros brazos.
Cuando estaban cerca, una de las figuras resbaló en la nieve y de entre sus túnicas grises de múltiples capas ondeantes sobresalió una pierna blanca y estilizada para apoyarse. Era la pierna de una mujer. Miré a Bernilius y vi en sus ojos cubiertos de escarcha el reflejo de una común extrañeza.
—¿Quiénes sois? —gritó para hacerse oír entre los vientos infernales una de la voces, femenina, cuando se detuvieron a pocos pasos de distancia.
Eran dos mujeres y, aunque el relampagueante agitar de sus ropajes impedía vislumbrar sus formas, de vez en cuando las telas se ceñían a sus redondeces mostrando cuerpos voluptuosos. Llevaban la cara cubierta con turbantes y tan solo asomaban sus ojos, igual que en nuestro caso.
Pero los suyos eran negros y opacos, desprovistos del blanco que enmarcaban unas pupilas humanas.
—Dos viajeros que han perdido el rumbo —gritó Bernilius, repitiendo la excusa que acordamos si nos sorprendían.
Las dos mujeres, o lo que fuesen aquellas figuras de ojos inhumanos, se miraron y distinguimos como entrecerraban sus párpados, dilucidando la veracidad de nuestras palabras.
—Sois nuestros huéspedes —gritó una de ellas. Tenía la voz menos potente y casi no la oíamos—. Venid con nosotras.
Dieron media vuelta y se volvieron hacia la bestia que aguardaba agachada en la nieve.
Nos miramos y sonreímos ante nuestra suerte. Aquellas mujeres iban a soltar a dos chacales como nosotros en su morada.
Envainamos las espadas y las seguimos.
El enorme bicho alzó su cabeza cuando nos vio acercarnos. Tenía una cara siniestramente reptiliana, pero dotado de tres ojos ambarinos dispuestos en triángulo que parpadeaban al unísono. Emitió un chillido agudo que hizo estremecerse nuestras almas y agarrotarnos los corazones.
Las dos mujeres subieron gráciles a lomos de la bestia y nos tendieron la mano para ayudarnos a subir. Cuando apoyé el culo sobre el lomo de aquella bestia advertí que la piel estaba caliente, deliciosamente caliente. Al igual que la de la hembra que tenía delante. Se agachó y se abrazó al lomo. Una de las telas que ocultaban su trasero se deslizó traicionera hacia una nalga, permitiéndome atisbar su interior desnudo donde, en efecto, su hendidura demostraba su condición femenina. Cientos de tatuajes adornaban su piel blanquecina.
—Tumbaos sobre nosotras —gritó la que tenía delante—. O no sobreviviréis al frío de las alturas.
Me ceñí al cuerpo tibio de la mujer y ésta dio un respingo cuando mis pieles de oveja heladas se aposentaron sobre su trasero desnudo. La mujer estaba casi oculta debajo de mí a causa de mi gran envergadura. Por detrás noté como la otra mujer deslizaba sus manos dentro de las pieles de mis costados y aposentaba sus dedos tibios sobre mi vientre. Me giré y vi como Bernilius había hecho lo mismo dentro de las ropas de la mujer, aferrando sus senos. Los ojos de la mujer parpadearon pareciendo agradecer el contacto.
Esto era de locos. En una situación como esta, el deseo carnal empezaba a despertarme incómodas hinchazones en mi entrepierna.
La bestia se levantó y desplegó sus enormes alas membranosas. Los músculos debajo nuestro se tensaron y noté la increíble fuerza que aquel ser poseía. Las alas se agitaron con rapidez alrededor nuestro y un calor antinatural pareció envolvernos a medida que levantábamos el vuelo. Los aleteos eran como enormes látigos restallando el aire, descargando aterradores trallazos sonoros que nos envolvían a uno y otro lado. Me agarré con más firmeza a la mujer debajo de mí. El suelo nevado se alejó de nosotros y ganamos altura.
La mujer detrás de mí susurró algo que respondió la que tenía debajo. No distinguí que dijeron, hablaban una lengua extraña, pero la que tenía detrás de mí hurgó dentro de mis ropas en busca de mi sexo. Lo encontró con rapidez. Sus dedos pequeños apresaron el talle y comenzaron a estimularlo. Sus manos y mi sexo golpeaban las nalgas de la otra mujer que levantó la grupa, predisponiéndose a la monta.
Las manos guiaron mi miembro erecto hacia el conducto lubricado que tenía delante y lo introdujeron con decisión. El interior era tortuosamente acogedor. Comencé a bombear con movimientos pausados, manteniendo el equilibrio sobre el lomo del monstruo en pleno vuelo. Entre el restallido de batir de alas se oían nuestros gemidos. También escuché los de detrás de mí y supe que Bernilius hacía lo propio con la mujer que tenía a mi espalda.
Cuando el éxtasis me sobrevino los dedos de la mujer sobre mí deslizaron mi miembro pringoso fuera y descargué mis fluidos sobre las nalgas desnudas entre jadeos y convulsiones. Varios chillidos de gozo y un lúbrico y extraño sonido de succión acompañaron mis jadeos.
Tras recuperarme, desvié la mirada debajo del lomo de la bestia y distinguí una de las torres acercándose hacia nosotros con rapidez. Un portón enorme surgió de la desnuda piedra del muro y bajó hasta quedarse horizontal como una enorme rampa de aterrizaje.
La bestia se meció con fuerza en el aire agitando ensordecedoramente sus alas para tomar tierra en la gran abertura. El aire se colmó de latigazos furiosos y las cuatro patas tomaron tierra sobre el portalón bajado.
No tenía idea de cómo saldríamos de allí, pensaba mientras descendíamos del lomo de la bestia. En los ojos de Bernilius distinguí el mismo temor. Ya no éramos chacales sino, más bien, ratas atrapadas en una trampa.

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