RSS
Facebook

martes, 21 de diciembre de 2010

La hidra de Viceka (6)

6.
Desperté con dolores por todo el cuerpo. Abrí los ojos pero estaba oscuro. Estaba tapado con una tela sucia y agujereada que me permitía ver poco. Quise moverme pero no pude. Estaba aún somnoliento. La cabeza parecía que iba a caérseme del cuello, los hombros me crujían, las manos me ardían. Sentía la lengua espesa, lenta.
Estaba sentado, recogido. Las rodillas junto a mi pecho, los brazos inmovilizados entre las piernas. Me dolía un dedo, el meñique de la mano derecha. Giré la muñeca y advertí en la penumbra que no tenía meñique. En su lugar, un muñón junto al nudillo. Aún estaba fresca la herida, un corro de sangre resbalaba por mi pierna izquierda.
Intenté moverme pero me ardieron los tobillos. Me miré perplejo las piernas. Me habían agujereado los talones, entre el hueso y el tendón. Una soga gruesa pasaba a través de ellos, perforando los dos pies. Una soga peluda, empapada en sangre oscura, seca.
Grité enfurecido. Oí pasos alrededor mío. Gruñidos y una conversación que no entendí. Me golpearon la espalda y grité más fuerte.
Me quitaron la tela de encima y la luz de un día ya avanzado me dañó los ojos. Estaba sobre un carro, entre tinajas de barro. Dos soldados estaban de pie a ambos lados y me sonrieron burlones. Uno de ellos me escupió y su saliva me empapó los labios y la barba del mentón. El otro me pisó los dedos de los pies. Exhalé un grito de impotencia. Estaba desnudo y tenía el cuerpo magullado. Al menos, la parte que podía ver. Noté mi miembro entero.
—¡Qué es esto! —grité. Forcejeé pero cada movimiento significaba una tortura en mis talones. Me habían amarrado la soga alrededor de la espalda y al moverme tensaba la parte que me cruzaba los pies, produciéndome un dolor agudo.
—Llama al mando, ha despertado —dijo uno. Me golpeó en un hombro, cayendo de costado. Sentí como el tendón de los talones crujía y aullé dolorido.
A través de las rendijas de las tinajas distinguí la cara de un hombre. Mi miraba con los ojos abiertos. Tenía el iris opaco y una expresión de sorpresa se pintaba en la parte de su rostro visible. Parecía mirar más allá de mí, a lo lejos.
—Dime, compañero, ¿qué ocurre? —le pregunté.
No respondió, tenía la mirada fija en el infinito.
Dieron un golpe al carro y su cabeza giró alrededor de su cuello cercenado. Solo era una cabeza, no había más.
No entendía nada. Pero lo peor de todo es que recordaba menos.
Aun notaba la bellota alrededor de mi cuello. Las rodillas la compactaban sobre mi esternón. Noté como los recuerdos afloraron a mí con rapidez. Gracias a la bellota.
Recordé haber bebido mucho la noche anterior. Contra un mando que en realidad eran tres. Mi hermana. El alcrento. El campamento. La hidra.
Me pusieron derecho y me echaron un jarro de orines tibios en la cabeza. Enfrente de mí estaba Alcido, montado a caballo, rodeado de su séquito de mandos. Me miraba ceñudo, hosco, irritado. Tenía la cara cubierta de polvo y algunos arañazos. Peor estaban los hombres alrededor suyo. Quien no lucía una brecha por la que manaba sangre tenía un miembro de menos, con el muñón ennegrecido. Tenían los rostros tiznados de hollín. Un repulsivo hedor a carne humana quemada emanaba de sus heridas.
—Sigue vivo, mi señor —dijo uno de los mandos.
—Ya lo veo, inútil —respondió Alcido.
—¡Mi hermana, mi anillo! —grité.
Alcido se permitió una sonrisa y luego escupió al suelo.
—Menos es nada —musitó dirigiéndose a su subordinado, borrando su sonrisa y mirándome con odio. Luego se dirigió a los mandos del ejército—. Vale, nos vamos. Ordena a la turba que se ponga en marcha.
—Están heridos, mi señor. No soportarán el viaje de regreso.
—Me da lo mismo. Para lo que sirven, no me importa que no llegue ninguno vivo.
Se dieron media vuelta y se alejaron.
—Darle de beber algo. A ese desgraciado sí lo quiero vivo —dijo Alcido.
Una joven enjuta y de huesos marcados se subió al carro con dificultad y con un jarra de agua y un cuenco. Llevaba marcado en el cuello el tatuaje de su profesión. Tenía el pelo negro, cubierto de hollín, y crespo. Lucía unas piernas esqueléticas y unos brazos huesudos. Tenía el rostro pegado a la osamenta, los ojos saltones. Escanció agua turbia en el cuenco y me lo acercó a los labios.
—Dime, muchacha, ¿qué ha pasado, porqué hay tanta muerte? —murmuré tras tragar.
—Un desastre, todo por culpa de ese bicho… —respondió tras comprobar que los guardias no nos miraban.
—¿La hidra?
—A ese no lo he visto. El de las alas, el negro.
—El alcronte, el demonio.
—¿Era un demonio?
Intentó escupir, dejando escapar un gargajo de sus labios tumefactos y la saliva seca se quedó colgando de su mentón.
—Habla, muchacha, ¿qué sucedió?
—Los hombres marcharon hacia la hidra al entrar la mañana. Pero el demonio se volvió loco, no respondía a las órdenes, atacó a los soldados.
Intenté reírme. Solo me salió una carcajada a medias. Un alcronte no es un animal que obedezca sin rechistar. Son seres inteligentes y malvados.
—¿Y el nigromante que lo controlaba?
—Eran dos, un hombre y una mujer.
—Sí, mi hermana Caudiona, ¿qué pasó? Responde, mujer, dime.
—Vomitó fuego y muerte. Se volvió contra los soldados, contra las bestias de cuernos enroscados, contra los carros, contra nosotras. Escupía fuego y muerte allá donde quisiera. Las armas no podían nada contra él. Las flechas no le afectaban, espadas y hachas no llegaban a tocarle.
—Mi hermana, ¿qué pasó con ella?
—Los brujos intentaron controlarlo. Cuando por fin lo pudieron someter y encerrarlo en la laguna, el señor Alcido ordenó matarlos. Estaba furioso, nunca le había visto tan enfadado.
—¿Cómo… cómo que ordenó matarlos? —pregunté con voz trémula.
—Gritó que la magia era traicionera, que los brujos nos querían matar. Flechas. Los cosieron a flechas.
—Flechas —repetí sin poder creerlo. Mi hermana muerta. No era posible, no podía morir así. Caudiona no.
—Tiraron los cadáveres al agua, junto con los restos calcinados de todo lo aquel demonio carbonizó. Flotaron, pero luego algo se los tragó. Las aguas se removieron y salió espuma.
—Y yo durmiendo la mona —me lamenté.
La muchacha me acercó de nuevo el cuenco y bebí de nuevo aquella agua con sedimentos. Tosí al atragantarme. Las ligaduras por mi cuerpo se tensaron y mis talones crujieron. Apreté los dientes reconcomido por el intenso dolor.
—Tu bellota…
—¿Así llamas a mi verga? —pregunté mirándola de reojo.
—El colgante. Le ha crecido una raíz cuando el agua la ha tocado. Acaso… ¿también eres hechicero?
Negué con la cabeza.
—Ayúdame a cortar estas cuerdas, mujer.
Se alejó de mí, con sus ojos saltones temerosos, mirando a su alrededor, temiendo que alguien nos hubiese escuchado. Los guardias seguían cerca, pero sin prestarnos atención. Los pocos soldados que quedaban se iban reuniendo en un corrillo a lo lejos. No quedaban muchos. Algunos carecían de una pierna. Otros la arrastraban calcinada, envuelta en vendas que cubrían el hueso desnudo del miembro. No eran muchos, poco más de dos docenas.
—Corta las sogas, mujer —rogué.
—Nos matarán.
—Quizá, antes o después. Tú ya no sirves para satisfacer, te echarán a los perros. A mí me torturarán. Te llevaré conmigo.
—Estás herido.
—Son rasguños sin importancia —mentí—. Escaparemos o moriremos rápido. Te ofrezco la libertad o una muerte rápida.
Dudó. Lo noté en su mirada que evaluaba con rapidez mi cuerpo.
—La libertad —susurré de nuevo al ver como apretaba los labios indecisa.
Miró detrás de ella. Los guardias que nos vigilaban se habían alejado para participar en la rapiña de los pertrechos de los muertos. No iban a quedarse sin su parte del botín mortuorio.
Sacó de entre los harapos que cubrían su cuerpo consumido un estilete ennegrecido.
—Lo encontré entre las cenizas de los caídos —explicó mientras manipulaba torpemente la diminuta hoja—. Es de metal. Mira cómo reluce.
—Apúrate, mujer —la urgí—. Me da igual dónde lo hayas conseguido.
Sus movimientos eran toscos. Con una mano sostenía el cuenco cerca de mis labios, derramando el agua sucia en el resquicio entre mi pecho y mis piernas recogidas, simulando darme de beber. Por detrás, cortaba las sogas que había a mi espalda. Cada movimiento suyo, cercenando hebra a hebra el grueso de la cuerda, hacía vibrar la que penetraba en mis talones. Apretaba los dientes, reprimiendo el dolor agudo que me recorría entero.
—¿Te duele? —preguntó alarmada.
—Tú sigue, mujer, tú corta, corta, corta.
—Ya está, ya las he cortado. Quedan tus pies.
Mis brazos cayeron inertes a los costados.
—Quítame la soga de los talones, de un tirón. Yo tengo las manos dormidas.
—Muerde —dijo dándome a mascar el estilete entre los dientes—. Te va a doler.
Estaba escuálida. Solo así se comprende el horrible sufrimiento que padecí. Tiraba sacando la soga centímetro a centímetro. “Está agarrada”, se lamentaba sudando. Las gotas de sudor se llevaban la mugre de su cara, mostrando una piel blanca y pecosa. La soga velluda arrancaba pedacitos de carne y coágulos de sangre que la salpicaban los brazos y sus harapos.
—Ya está —suspiró arrodillada frente a mí tras lo que me parecieron horas interminables de angustia—. Eres libre. Somos libres.
Intenté mover las piernas y los brazos. Respondieron bien. Lentos pero bien. Todo mi cuerpo crujía. Mis brazos crujían, mi cuello crujía, mi espalda crujía, mi cintura crujía, mis rodillas crujían.
Los guardias seguían inmersos en su reparto de buitres.
Saltamos del carro y rodamos acuclillados en dirección a un saliente rocoso. Trepamos entre las piedras y nos ocultamos. Necesitaba estirarme, estaba anquilosado. Yo, desnudo y cubierto de moratones y heridas, luchando por respirar. A mi lado la puta; sonriente, empuñando el estilete, embargada por el éxtasis de la huida.
—Tenemos que alejarnos, mujer.
Nos arrastramos entre las piedras de la loma, despellejándonos el vientre, las rodillas cuando podíamos gatear.
Pronto llegaron los gritos de alarma. Nuestra ausencia ya era conocida. Oí como Alcido bramaba pestes y maldiciones. Los guardias fueron degollados sin preámbulos, chillando como puercos.
—¡Braco, excremento de vaca! —gritaba enfurecido. Nos habíamos distanciado lo suficiente, ladera arriba, para poder asomarnos entre las rocas sin que nos distinguiesen. Además, estábamos tan sucios de polvo y tierra que nuestros cuerpos eran grises y casi mimetizados con el paisaje rocoso.
—¡Te mataré yo mismo, igual que a tu hermana! —vociferaba— ¡Chilló como la puta que era cuando la descuarticé!
Apreté los dientes y luego azucé a la muchacha a seguir avanzando, alejándonos de aquel lugar. Los gritos de Alcido se perdieron lejanos.
La muchacha pronto se dio cuenta de cuál era nuestra dirección.
—Volvemos hacia la laguna —musitó asustada.
—Hacia la hidra —añadí.
—Estás loco, vamos hacia la muerte, insensato —se detuvo.
Me volví hacia ella y descubrí el horror pintado en su cara sucia.
—Vete si quieres.
—Tú solo no puedes hacer nada.
—Ya veremos —respondí cogiendo entre mis dedos la bellota que me colgaba del cuello. Un pequeño brote verde empezaba a asomar por la parte superior. Las raíces inferiores se extendían rápido, en busca de una fuente acuosa, de un terreno fértil.
Ignoraba qué brotaría de aquel fruto, pero emanaba un tufo a hechicería antinatural que provenía de mi hermana. Si la bellota luchaba por sobrevivir, el espíritu de Caudiona aún se resistía a caer en el olvido, en la oscuridad de la muerte.
—Huyamos, te lo ruego. Nos esconderemos. Seré tu mujer, seré tu esclava, seré lo que tú quieras —imploró la muchacha tomándome del brazo.
Se deshizo de los andrajos que llevaba y me mostró su cuerpo huesudo cubierto de llagas y eccemas. No tenía pechos, solo dos minúsculos pezones hundidos entre las costillas. El sexo afeitado estaba cubierto de costras sanguinolentas. No quería ni pensar el hambre que debía tener ni cuánto tiempo hacía que su cuerpo no conocía el agua.
—Te daré hijos. Fuertes, grandes como tú, y muchos. Que no te engañen tus ojos, bien alimentada daré leche abundante y mi cuerpo te acogerá siempre que quieras —lloró.
La agarré de los hombros. Bajo mis nueve dedos su cuerpo palpitaba. Era un saco de huesos cubierto de piel tirante. Parecía que fuese a resquebrajarse de un momento a otro.
—Te lo ruego… —farfulló sumida en un llanto incontenible.
—Deja de llorar, muchacha —dije borrando aquellas lágrimas con los pulgares. Su cabecita cabía en la palma de mi mano—. Deja de llorar o agotarás la poca agua que retienes.
—Entonces… —se animó.
—Entonces… tú decides. Si esperas un tiempo, Alcido y sus ratas se marcharán. Si los sigues de lejos llegarás a algún pueblo. Allí podrás empezar una nueva vida. O puedes acompañarme.
—Acompañarte a la muerte, me pides.
—A la muerte, sí. La de la hidra.
La muchacha recogió de mala gana sus ropas y se sentó en una roca. Desvió la mirada hacia el grupo de soldados, unos puntos difusos en la lejanía, más abajo, que se afanaban como locos en encontrarnos.
—¿Por qué? —musitó sin mirarme— ¿Tanto aprecias la recompensa?
—No, mujer. El rey o su hija pueden morirse de asco, si no lo están ya. Quiero esa sangre, pero no busco gratitud o premios. Ya ajustaré cuentas más adelante con Alcido. Ahora quiero salvar a mi hermana.
—La bruja de pelo de paja.
—Sí, esa bruja es mi hermana.
—Era. Está muerta. Te lo dije. La ensartaron flechas hasta que su cuerpo pareció un erizo. Y luego trocearon su cuerpo. La bestia que tú dices dio cuenta de sus restos.
Miré la bellota y acaricié las raíces translúcidas. Buscaban un sustrato fértil. Solo había uno posible.
Eché un último vistazo a la ramera y me alejé en cuclillas.
—Está muerta —repitió a mi espalda alzando la voz—. Muerta, muerta. Loco idiota, ¿por qué no lo entiendes?

0 comentarios:

Publicar un comentario

Comentar no cuesta nada salvo un pedazo de tu tiempo. Venga, coño, que es solo un minuto.