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martes, 21 de diciembre de 2010

CAUDIONA (2)

2.
Cuando llegó el alba habíamos puesto suficiente distancia entre nosotros y aquel pueblo para preocuparnos de ser perseguidos.
Nuestro destino estaba al norte, siempre al norte, más allá de los soportables páramos, en busca de las picudas montañas nevadas que se alzarían en el horizonte varias jornadas más tarde.
Mi montura pronto acusó la pesadez de mi cuerpo y se agotó en el tercer día. Por suerte había robado en previsión de aquella inevitable suerte otro caballo. Una cuarta montura llevaba nuestras vituallas.
Cabalgábamos sin cesar durante el día y solo parábamos cuando nuestros cuerpos pedían un descanso, el hambre era inaguantable o los caballos exhaustos se negaban a continuar. Bernilius se empeñó, sin objeción por mi parte, en llevar más licor que comida y si bien el viaje era pesado y aburrido, íbamos siempre sonrientes y de buen humor.
Dábamos amplios rodeos para esquivar los pequeños poblados que nos íbamos encontrando a nuestro paso, pero cuando la nieve comenzó a alfombrar el paisaje, todo rastro de humanidad desapareció.
—Llegaremos mañana. No pareces muy contento —comentó Bernilius mientras cortaba un trozo de carne curada y lo echaba a las brasas. Acaba de anochecer y habíamos encontrado un promontorio libre de nieve donde crecían algunos rastrojos donde los caballos podían pastar.
Le miré unos instantes y retorcí el pellejo de cuero en busca del poco licor que contenía. Le tendí el pellejo casi vacío.
—No me agrada demasiado el lugar a donde vamos —respondí tras tragar.
—Los dos salimos ganando, míralo de esa forma. Yo consigo una fortuna y tú recuperas a tu hermana.
—No estoy seguro de querer recuperarla.
Bernilius dio la vuelta a la carne con la ayuda de un cuchillo y volvió a clavarlo en la tierra.
—Sigue siendo tu hermana, Braco. Yo no tengo tanta suerte como tú.
—Tu hermano no era un hechicero.
—No. Era un humilde y orgulloso campesino que se conformaba con sus animales, su pedazo de tierra, su mujer y sus hijos.
—Tu hermano y su familia podían levantar sus cabezas bien alto. Eran personas honorables.
Bernilius chasqueó la lengua y luego escupió a las brasas. El siseo de su saliva burbujeando produjo un silbido agudo.
—¿Y eso de qué les sirvió cuando Alcido y sus perros fueron a sus tierras a buscarme, eh? Dime de qué les sirvió.
—No quería… —me disculpé al ver la furia en su cara. Pocas veces había visto enojado a Bernilius. Aquel hombre, con su delgado y enjuto cuerpo, era todo lo que me separaba de la soledad.
—Ahorcados como perros, con sus entrañas cubiertas de moscas colgando debajo de sus pies. Dime que mal hicieron esos niños, Braco. Dime qué honor hubo en ellos. Si hubiesen sido mis hijos habría vendido a mi hermano con un solo rasguño en sus caras. Un arañazo, su simple raspón. Mi hermano no fue valiente, fue un estúpido.
—Mis padres… —protesté, pero Bernilius me cortó rápido.
—Y los míos, por todos los dioses, también los míos. Ya sabíamos a qué nos ateníamos cuando esparcimos las vísceras de aquel canalla por todo su palacio.
Bernilius sacó el cuchillo de la tierra y miramos la hoja mellada reflejar las ascuas brillantes. Durante un instante el cuchillo pareció bañado en sangre.
—Poco honor queda ya en este mundo, Braco. Y menos debería quedar en nosotros, que hemos violado templos, mancillado a preciosas doncellas, robado a humildes comerciantes y degollado a inocentes para robar fruslerías y baratijas.
—Es una hechicera, una adoradora de dioses oscuros, amante de demonios, la zorra de…
—Es tu hermana. Lo único que te queda de ti en este asqueroso mundo.
Pinchó uno de los trozos de carne humeante y me lo ofreció.
—¿Vas a renunciar a lo único que te salva del olvido?
Miré el trozo de carne y tras dudar unos segundos lo desclavé del cuchillo.
—Así me gusta —dijo con voz hosca mientras recogía otro pedazo de carne para él.

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