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martes, 21 de diciembre de 2010

CAUDIONA (4)

4.
Accedimos a una amplia sala donde la bestia se tumbó y nos bajamos. El suelo era de piedra al igual que las paredes. Grandes bloques pétreos apilados sin argamasa y de abombados salientes constituían la amplia pared circular que delimitaba la estancia. Otras dos bestias como la nuestra se agazapaban en un extremo de la sala, con las alas plegadas y la mirada fija en nosotros. Un grupo de sirvientes se ocupaban de las bestias y varios de ellos acudieron hasta nosotros.
Un mecanismo de pesos y cadenas elevó el portón hasta que la gruesa madera crujió y chirrió al encajarse en la abertura. Una luz difusa que manaba del alto techo iluminaba tenuemente la estancia. El olor de aquellas bestias aladas hedía a azufre y grasa descompuesta.
Las jóvenes se despojaron de sus ropas quedando desnudas salvo unas tiras anchas y cortas que ocultaban su sexo y sus nalgas. Los sirvientes se hicieron cargo de las ropas en silencio.
Sus cuerpos desnudos estaban cubiertos por tatuajes compuestos de miles de líneas finas y oscuras surcando cada porción de su piel. Sus curvas moldeadas y sugerentes incitarían a guerras y batallas con un solo contoneo de sus carnes.
—Aquí dentro no necesitareis vuestras ropas invernales —dijo la que había tenido delante de mí durante el viaje. Dos sirvientes se acercaron hasta nosotros.
Lo cierto era que en aquella sala la temperatura era agradable, incluso bochornosa. Bernilius y yo nos deshicimos de las pieles pero conservamos el peto, los calzones y las armas. Las mujeres torcieron el gesto al advertir nuestras espadas colgando a la cintura.
—Podéis confiar en nosotras, no tenéis necesidad de portar armas en nuestra morada —dijo la otra joven, exhibiendo una franca sonrisa. Tenía el cabello negro como la brea y refulgente como el onyx. Caía sobre su espalda y pechos como una cascada de aceite espeso—. Os serán limpiadas y afiladas antes de vuestra partida.
No tuvimos más remedio que obedecer. Si no descortés, al menos sospechosa habría sido nuestra negativa a quedarnos indefensos. No deshicimos de nuestras armas que fueron recogidas con celeridad por los sirvientes.
La joven elevó los brazos sobre su cabeza y describió con ellos un arco. Al instante la estancia se iluminó con profusión a medida que sus brazos describían el semicírculo. La grandiosidad de aquella magia rivalizaba con la belleza de sus rostros. Los intrincados tatuajes inundaban sus caras con círculos, elipses y curvas apretadas resaltando sus facciones, arremolinándose en impúdicos meandros sobre sus ojos.
Era magia, sí. Estábamos a su merced, sí. Tragué saliva. Estábamos completamente a su merced. ¿Qué robo y qué secuestro habríamos de cometer sin ropa, sin armas? Nuestra condición de ratas aprisionadas se fue afianzando en mi mente.
—Caudiona —dijo la de cabello moreno a la otra joven, de larga y dorada melena—, enseña a nuestros invitados sus aposentos.
Bernilius y yo fuimos detrás de la joven hasta unas escaleras junto a la pared que descendían hacia el piso inferior.
El nombre no era común, pero bastaba para hacer dudar. Sin embargo, la pequeña cicatriz en su ceja derecha, residuo de una aparatosa caída de pequeña cuando jugaba a perseguirme, era incuestionable.
Caudiona, repetí en voz baja. Había penetrado y luego esparcido mi simiente durante el viaje sobre mi propia hermana.
Mi compañero no me escuchó. Iba más pendiente del contoneo de las nalgas de ella que de mi voz.
La joven, sin embargo, sí que oyó mis palabras y se volvió un instante para mirarme con curiosidad mientras bajábamos por los escalones.
En el piso inferior un pasillo longitudinal lo dividía en dos mitades. Estrechas puertas se sucedían a cada lado y la joven se detuvo entre dos de ellas.
—Estas serán vuestras habitaciones. Descansad de vuestro agotador viaje. Confío en que nos acompañéis después a la comida para relatarnos vuestros viajes. ¿Cómo os llamáis?
—Yo soy Ciro de Germanio —dijo Bernilius inclinándose, tomando la mano de Caudiona y besando su muñeca—, y mi compañero es Berio de Solemnios. A vuestro servicio, mi señora.
La joven se marchó dedicándome una mirada suspicaz. Estaba seguro que me había reconocido. Aun por la barba y las cicatrices, pocas personas conocí que rebasasen los dos metros de estatura.
Cerré la puerta tras de mí y contemplé mi habitación. Constaba de un sencillo colchón de paja, un taburete y una palangana llena de agua tibia. Las paredes eran de piedra caliza y un ventanuco cerrado dejaba entrever una ventisca furiosa que golpeaba con nieve espesa sobre el cristal.
Me acerqué a la puerta e intenté abrirla. Me fue imposible, estaba firmemente anclada a la pared.
Encerrados como ratas. Maldije con un gruñido la situación en las que nos encontrábamos. Sopesé la posibilidad de echar la puerta abajo a base de empujones pero deseché el plan. Más inteligente sería averiguar cuál era el mecanismo de apertura cuando saliésemos a comer.
Me acerqué al ventanuco y contemplé como la nieve iba cubriendo sin pausa el alféizar exterior de nieve.
No sé cuánto tiempo transcurrió pero escuché unos pasos lejanos que se acercaban. La puerta se abrió y mi hermana entró cerrando la puerta tras de sí en silencio. Apoyó en ella la espalda y me miró con aquellos ojos opacos. Estaba desnuda.
—Braco —susurró en voz baja.
Me levanté y fui hacia ella para abrazarla. Pero un gesto de su cabeza me hizo detenerme a mitad de camino.
—¿Qué habéis venido a hacer aquí? Apestáis a ladrones de lejos.
—Mi compañero ha venido en busca de oro, sí —confirmé sin pensarlo. Era mi hermana. Y, de todas formas, todos en aquella torre estarían enterados ya—. Yo solo he venido a por ti.
—¿A por mí? —sonrió Caudiona. Era una sonrisa burlona pero era la primera vez que la veía sonreír. Estaba ciertamente hermosa. Pero chasqueé la lengua de fastidio al ver como aquellas líneas negras surcaban su piel. La marca de lo oscuro, de lo indigno, de la hechicería.
Adivinó mis pensamientos y ensanchó su sonrisa.
—¿Qué ocurre, hermano mío, te disgusta en qué se ha convertido tu desamparada hermanita pequeña?
—Estás… estás… —tragué saliva y di un paso atrás—. ¿Te jactas de ser lo que eres?
Se acercó hacia mí, alzando la cabeza para mirarme a los ojos. Me di cuenta, por primera vez, que la opacidad de los suyos se asemejaba a la del basalto. Era imposible no turbarse ante aquellos párpados lubricando sus ojos de piedra cada parpadeo.
—¿De ser qué? —preguntó relamiéndose los labios. Colocó sus manos a su espalda e inspiró hondo, sacando pecho, con altanería—. Venga, dilo, hermano mayor, dilo para que pueda oírte. Que estas paredes blancas sean el eco de tus palabras.
—Una sierva de lo oscuro —susurré dando otro paso hacia atrás.
Tropecé con el colchón y caí sobre él de espaldas. Caudiona se abalanzó rauda sobre mí, arrodillándose sobre mi vientre. Su lengua rosada se internó entre el vello de la garganta y ascendió por el mentón hasta llegar a mis labios entreabiertos que sorteó ascendiendo por mi mejilla hasta llegar a mi entrecejo. Su aliento era penetrante y olía a sangre fresca.
Yo, Braco, general del ejército del noble Ifadión, con cientos de muertes cargando sobre mis hombros incluida la de mi propio señor, ahora me veía desvalido y acobardado ante la lúbrica lengua de una joven hechicera. Podría apresar su fino cuello con una mano y apretar hasta que sus frágiles huesos crujiesen, sintiendo bajo la palma de mi mano como su garganta se quebraba. El mundo sería un poco mejor. Cualquiera me lo agradecería. No importaba que fuese mi hermana.
En cambio, apresé su pequeña cabeza con una mano, atraje sus labios a los míos y deslicé mi otra mano hacia la hendidura que sus nalgas ocultaban.

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