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martes, 21 de diciembre de 2010

La hidra de Viceka (8)

8.
Avancé con una espada llameante hacia el agua. Agarré con fuerza el escudo con la otra mano. Las piernas cada vez me dolían más. Cada paso que daba era atroz. Debería encomendarme a algún dios, pero no sentía respeto por ninguno.
Arrojé varias piedras al agua.
—¡Hidra! —grité— ¡Bicho asqueroso, sal para que pueda verte tus feas caras!
El agua burbujeó en el centro de la laguna.
Arrojé más piedras. Las burbujas se movieron en mi dirección. El monstruo se dirigía hacia mí. Aquella criatura había hecho caso de mi llamada.
El paraje estaba lleno del humo denso del sebo y el olor era nauseabundo. Tragué saliva y tosí.
Estaba loco. Claro que estaba loco. El corazón me latía con fuerza y las piernas me temblaban. Sí, estaba loco.
Una cabeza emergió del agua poco a poco. La luz azulada de los fuegos se reflejaba en su piel escamosa. Dos ojos ambarinos me estudiaron con detalle. La cabeza era tan grande como mi escudo. Una lengua bífida y rojiza lamió el agua. Dioses, era enorme, más de lo esperado.
Otras dos cabezas surgieron del agua a ambos lados de la primera. Igual de grandes, igual de malignas. Se acercaron las tres. Sus cuellos eran largos, como los de una serpiente, sinuosos, cubiertos de escamas relucientes.
La hidra sacó su cuerpo del agua. Cuatro patas gruesas terminadas en garras afiladas hicieron retumbar la tierra. Una cola larga se agitaba como un látigo, restallando en el agua. Las cabezas chillaron y el humo se arremolinó en el aire con sus potentes rugidos.
Me miraron durante un segundo, agitando sinuosas sus tres cabezas en el aire, estudiando la ridícula situación: un gigante herido con una espada rota llameante y un escudo abollado. La bestia se abalanzó sobre mí.
Corrí hacia ella, bramando enfurecido.
Una de las cabezas se lanzó como un dardo sobre mí. La detuve con el escudo. Su boca abierta hedía a corrupción y sus dientes afilados resbalaron en la superficie del escudo. Esquivé otra cabeza que trató de arrancarme el brazo con el que sostenía la espada. Sus acometidas eran vertiginosas, sus golpes retumbaban en todo mi cuerpo, resbalaba por la arena. Las cabezas lanzaban chillidos ensordecedores, horrendos. Esquivé otro mordisco y descargué con un golpe todo el peso del arma y el brazo sobre el cuello. Saltaron esquirlas de sus escamas. Cercené limpiamente el pescuezo. Un rastro de grasa llameante rasgó el aire y un lastimero y estridente bramido sacudió todo el paraje. La cabeza decapitada se sacudió en el suelo, coleteando, intentando atraparme las piernas. Dejaba un rastro de sangre negra siseaba que carcomía la arena, fundiéndola y haciéndola estallar. Tuve que retroceder.
El cuello cercenado humeaba en la herida. La hidra se replegó hacia el agua y hundió el cuello descabezado en el lago.
—¡No! —grité alarmado.
El agua curó la herida. E impidió la cicatrización. Dos cabezas más surgieron del cuello decapitado con rapidez, con endemoniada rapidez. Cuatro cabezas. Resoplé disgustado. No había pensado que aquel monstruo fuese tan inteligente.
Las dos nuevas cabezas se abalanzaron sobre la cabeza inerte y la devoraron en pocos segundos, desgarrando la carne sanguinolenta entre las dos y engullendo grandes pedazos. Sus mandíbulas trituraban su propia carne y huesos con gula. Pronto aquellas dos nuevas cabezas eran igual de grandes que sus dos hermanas.
Las cuatro cabezas se giraron hacia mí y me pareció distinguir una malévola sonrisa en sus morros achatados. Las cuatro chillaron con inhumanos gritos que resonaron en el aire.
La espada me quemaba las manos. Pedazos de grasa en llamas me caían sobre los cuatro dedos y el antebrazo. La empuñadura se había calentado hasta un punto inmanejable. Corrí hasta la hoguera donde estaba la muchacha junto al escudo con las demás armas.
—¡Es inmortal! —chilló angustiada la muchacha tapándose la nariz y la boca para no respirar el humo negro.
—No, solo es más astuta de lo que pensé —dije echando la espada al caldo en llamas del escudo. Empuñé el hacha con el filo mellado. El mango siseó al contacto con la palma de mi mano y noté su calor extremo quemarme la piel de los dedos.
—Huyamos, por tu dios, nada puedes hacer —dijo ella intentando retenerme.
—Yo no tengo dios —dije desasiéndome de sus brazos—, solo tengo a mi hermana.
Me lancé a voz en grito hacia el monstruo. Las piernas me fallaron a mitad de camino. Caí al suelo, al inicio de la playa. La muchacha chilló angustiada. La hidra se abalanzó sobre mí sin contemplaciones. Recogí el hacha y me levanté jadeando, escupiendo gargajos oscuros y sangre. El sudor me cegaba los ojos y solo veía a cada parpadeo como el monstruo se acercaba con una rapidez asesina.
No sé cómo detuve la primera acometida. Alcé el escudo en el último instante. Las fauces de una cabeza me hicieron temblar el cuerpo entero. Otras dos cabezas se agitaron a ambos lados del escudo, buscando los costados; las esquivé. El hacha pesaba demasiado. Se me resbalaba entre los dedos entumecidos. La arena y el sudor hacían que a cada movimiento sintiese como el mango al rojo vivo se escurría entre mis dedos chamuscados.
Grité angustiado. La cuarta cabeza asomó por arriba, su baba goteando mi cara me hizo alzar la mirada. Se lanzó hacia mí con inusitada rapidez. La esquivé en el último instante, doblando mi espalda. La torsión hizo crujir mis caderas y mis piernas temblaron. Agité el hacha y descargué con una furia ciega el filo sobre la cabeza. Una fina lluvia de sangre me salpicó el brazo y el rostro. Grité de dolor, sentí como ardía mi piel.
Retrocedí agotado, calmando mis heridas con arena. Me costaba respirar. Casi no me tenía en pie, al final caí arrodillado. El cuello cercenado y humeante se agitó frenético en el aire.
La criatura volvió hacia la laguna y calmó su nueva herida. Dos nuevas cabezas comenzaron a brotar como ramas de un árbol.
Así era imposible. Jamás lo lograría. No podía luchar con el monstruo y a la vez impedir que retornase al agua para impedir su curación. Grite de rabia, de impotencia. Era frustrante, horriblemente frustrante.
La muchacha se me acercó y me ayudó a ponerme derecho.
—¡Te matará! —lloró desolada. Me limpió la cara de hollín y arena con sus andrajos.
Negué con la cabeza. El frío se había instalado en mis piernas y ya no se iba a ir. Tirité mientras seguía negando con la cabeza.
Intenté ponerme en pie pero lo único que conseguí fue perder el equilibrio y caerme de bruces.
Ya está, pensé mientras me incorporaba, se acabó, no puedo hacer más. Mira lo que has conseguido, Braco, con las promesas del vino, las mujeres y la comida. Morirás como el perro que siempre fuiste.
Comencé a llorar. La muchacha enjugó mis lágrimas mientras me acompañaba en el llanto.
—No puedo ni tenerme en pie —sollocé.
Nos miramos a través de las cortinas densas del negro humo empalagoso. Vi como entre sus manos apretaba firmemente la bellota.
Un chillido nos hizo volvernos hacia la hidra. El monstruo ya había dado devorado la cabeza cercenada y se había dado cuenta de mi debilidad. Se abalanzó raudo hacia nosotros, levantando abanicos de arena húmeda a la carrera.
La muchacha me miró de nuevo y sonrió. Depositó un tenue beso en mis labios. Y se lanzó hacia la hidra.
—¡No! —grité estirando el brazo, intentando detenerla. Caí a la arena.
Cuando levanté la cara el monstruo estaba frente a ella. Dudaba. No podía ser tan fácil. Un bocado tan sencillo de coger. La muchacha tenía uno de los brazos estirado en alto, la mano cerrada, la bellota en el puño.
Una de las cabezas le seccionó limpiamente el brazo a la altura del hombro. No gritó, no pudo. Otra cabeza del monstruo se abalanzó sobre la cabeza de la muchacha. Las otras tres dieron cuenta del resto del cuerpo. No duró mucho. La muchacha tampoco era gran cosa, ni siquiera para alimentar a una bestia.
Entre el crepitar de las llamas y la fetidez de la grasa humana quemándose, solo se oían el triturar de huesos y la deglución de sus gargantas. Un mero aperitivo.
Las cabezas se volvieron hacia mí. Sonrieron. Sí, sonrieron. Aquellos cinco achatados morros curvaron sus belfos y estrecharon sus párpados. Unos chillidos agudos, el equivalente a sus risas, se oyeron en la noche.
Cuando la hidra se lanzó hacia mí algo sucedió. Una de sus patas quedó en el aire, indecisa. Las cabezas se miraron confusas y luego bajaron hasta su vientre, el cual se hinchaba por momentos.
Me enjugué los ojos de arena y hollín y lágrimas y sudor. Una de las cabezas emitió un ruido sordo, como un eructo. La otra cloqueó alarmada. Las otras dos golpearon con el morro a su vientre y la última cabeza me miró fijamente, silbando un chillido de odio. Si una criatura como esa pudiese odiar, su expresión sería la de la quinta cabeza. Dejó escapar hilos de baba por entre sus dientes.
Las dos primeras cabezas se atacaron entre sí mientras las demás mordisquearon con delicadeza su vientre. La delicadeza dejó paso a la furia y luego al descontrol. Se estaba dañando a sí misma.
Las cabezas iniciaron una sucesión de chillidos graves y agónicos mientras se iban atacando unas a otras y a su propio cuerpo. El aire se tiñó de una lluvia de sangre espesa y pedazos de carne que iban cayendo alrededor.
El frío, por mi parte, había trepado hasta mi cintura y se había instalado en mi pecho. Noté como cada vez me costaba más respirar. El humo oscuro me parecía más denso, más pegajoso. Intenté toser pero ya no podía casi ni respirar. Noté como la sangre afloraba a mis labios y bañaba mi barba. Los párpados me pesaron más y más.
A cada parpadeo veía como la bestia continuaba devorándose a sí misma, como las cabezas caían al suelo sin vida. Desgarradas, trituradas. La hidra iba a morir.
Igual que yo.
Frío, mucho frío. Me castañetearon los dientes. Cerré los ojos para no volver a abrirlos. Negro, solo negro.
Escuché pasos en la arena, lejanos, difusos. Alguien me tocó. Una voz pronunció mi nombre, una y otra vez, mientras sentía como me zarandeaban la cabeza.
Una chispa, una diminuta y fugaz chispa se encendió en medio de la negrura. Hubo otras, más y más. Un calor reconfortante pareció nacer en alguna parte de mi cuerpo o de mi mente. Sí, era calor, tierno y nutritivo calor.
Cuando abrí los ojos el rostro de Caudiona me miraba desde arriba. Sonreía.
—¿Estoy… muerto? —balbuceé.
—Aún no, grandísimo idiota —respondió acariciándome la cara con la suya—. Aún no.

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