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martes, 21 de diciembre de 2010

CAUDIONA (6)

6.
Me ceñí aún más al cuerpo de mi hermana sobre el lomo del monstruo mientras sufríamos los furiosos embates del viento huracanado. Durante nuestro alojamiento el tiempo había empeorado bastante y fuertes ventiscas que traían consigo grandes nubes de nieve compacta zarandeaban con poderoso ímpetu el vuelo de la bestia.
Caudiona gritaba de vez en cuando algo pero era incapaz de entender lo que decía. El calor que desprendía la bestia parecía doblegarse ante la intempestiva tormenta y pronto estuvimos tiritando, cubiertos de escarcha y nieve.
A nuestro alrededor solo había densas cortinas de nieve azulada y era incapaz de distinguir y oír nada más que el furioso viento gélido golpearnos una y otra vez. Ni siquiera los fortísimos latigazos sonoros producidos por las alas de la bestia eran audibles y, cuando giré la cabeza para fijarme en una de ellas, distinguí enormes agujeros y grietas entre los huesos que componían la estructura del ala.
—¡Los dioses de hielo están furiosos! —aulló Caudiona.
Súbitamente nos estrellamos contra la nieve del suelo y salí volando catapultado por el brusco aterrizaje.
Rodé sobre la nieve en un torbellino demencial de viento y hielo. Cerré los ojos y sentí un fuerte golpe en la espalda al detenerme contra algo duro.
Después solo sentí frío. Más frío del que jamás había sentido. Un frío que me envolvió y penetró en mi interior como si el hielo se penetrase en mi piel y congelase mi sangre, solidificando mis músculos y haciendo estallar mis huesos.
—¡Caudiona! —chillé en medio del vendaval. Mi grito no fue capaz de traspasar la barrera de nieve y viento que me rodeaba. Solo era capaz de distinguir un blanco compacto que me golpeaba el rostro y me hacía tambalear como un guiñapo.
Un chillido lejano, como el mugido de un buey moribundo, surgió de algún lugar imposible de determinar.
Sin pensar a dónde me dirigía, me levanté y caminé hundiendo las piernas en el espeso manto nevado. Había escuchado de nuevo el mugido y me pareció provenir de aquella dirección. Caminé con cada vez más cansancio en las piernas, ya inermes, hacia el sonido. La nieve crujía bajo mí y me habría paso a brazadas.
Al cabo de un tiempo que se me antojó eterno me topé con la bestia. Era solo un montículo nevado del cual sobresalía el morro congelado y un trío de ojos que parpadeaban con desgana. Con movimientos torpes fui desalojando con las manos bloques de nieve compacta del lomo de la bestia hasta que sentí el bulto que era mi hermana. Aún estaba abrazada pero su cuerpo estaba inmóvil.
—¡Caudiona! —grité sintiendo como la nieve penetraba en mi boca y se llenaba con rapidez.
La abrí la tela que cubría su cara y distinguí como movía débilmente los labios. Estaba viva, loados fueran los dioses en los que no creía.
La bestia emitió otro mugido y giró sus ojos para mirarme con aterradora resignación ante su destino.
A menos que se me ocurriese algo, Caudiona y yo acompañaríamos a la bestia al olvido de la muerte.
Una idea surgió en mi mente abotargada. Reuní las pocas fuerzas que me quedaban y comencé a retirar nieve de un costado de la bestia al ver que los vendavales solo azotaban el lado opuesto.
Al poco de empezar dejé de sentir mis dedos y los brazos y los hombros a veces se negaban a continuar. Pero, apretando los dientes y casi a ciegas, resolví seguir con mi absurdo plan. Nuestra muerte era casi segura y solo una pequeña esperanza, tan pequeña como ridícula, nos separaba de ella.
Cuando el nicho fue suficiente grande para cobijarnos, me deshice de la espada —sería un objeto inútil allí dentro—, abracé a Caudiona y rodamos en el interior. Me encogí tiritando y acogí en mi regazo el cuerpo replegado de mi hermana. Eché sobre nosotros mis abrigos de pieles.
Era el lugar y el momento de rezar. De pedir un favor a cualquier dios y solicitar una intercesión por nuestras vidas. Los débiles latidos, casi inapreciables, del corazón de la bestia fueron lo único que en aquel agujero se oyó.
Estábamos condenados a morir. Pero yo, en aquel infierno de hielo, nieve y viento, estaba satisfecho. Al fin y al cabo, tal y como había prometido a nuestros padres, había encontrado a Caudiona. Poco importaba ya, pensé, que fuese justo antes de morir congelados.
El último latido de la bestia coincidió con el taponamiento del nicho encima de nosotros. La losa que sellaría nuestro féretro.
“Ahí vamos”, pensé, mientras sacaba con movimientos espasmódicos el puñal de mi cintura. Palpé el vientre de la bestia encima de nosotros y clavé el puñal.
Fue como apuñalar una piedra escamosa. Varias chispas saltaron e iluminaron débilmente el nicho. Lo intenté de nuevo pero tampoco tuve éxito. No entendía si era debido a mis escasas fuerzas o a la naturaleza ultraterrena de aquel bicho.
—¡Por los dioses! —farfullé sintiendo como mi lengua se negaba a moverse.
La mano de Caudiona emergió de entre las pieles y me sobresaltó. Se posó sobre la mía, bajo la cual sostenía el puñal, y, tras unos instantes, distinguí como un fulgor rojizo surgía de la hoja despuntada del arma.
Contemplé perplejo como el acero mutaba a un color sanguíneo y, cuando mi hermana gruñó, hundí exhalando un grito la hoja en el duro pellejo del monstruo. La hoja atravesó limpiamente la piel y rajé encima de nosotros todo lo que la articulación del hombro me permitió.
Al instante se vertió encima de nosotros una marea de pringosas vísceras que nos envolvió hasta la cabeza con su calidez.
El hedor era horrible. Pero el frío contuvo mis ganas de vomitar y pronto me habitué a aquella fetidez.
En la oscuridad de aquella tumba, suspiré y, estrechando el cuerpo de mi hermana entre las viscosas entrañas de la bestia, me abandoné al dulce sopor al que me había resistido hasta entonces.

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